El Presidente cortó cartucho y apuntó el revolver al frente.

—Hijo de puta —murmuró.

Se apuntaba a sí mismo ante el espejo.

Y se gustó.

Guapo. Viril. Moreno. Bien peinado. Con su chamarra guinda y sus pantalones caqui.

No muy alto: con 10 centímetros más, sería un espécimen triple A.

Tiempo de caza, otra vez, se dijo.

Hacía un año, en junio del 2017, había triunfado rotundamente en el safari del Estado de México. La bestia de la Democracia se había engordado y ensoberbecido: millones de ciudadanos habían creído que podrían elegir a su próximo gobernante. Los dejó crecerse, creérsela, en tanto preparaba la jugada asesina del día de la votación.

La pobre Democracia terminó tan violada, agujerada y desprestigiada, que parecía imposible que en el 2018 pudiera repetirse el safari.

Pero la auto regeneración de la esperanza es un fenómeno natural y asombroso. Al árbol quemado le surgen en la siguiente primavera flores. La tigresa que vio a sus cachorros atravesados de balas, vuelve a parir.

La auto regeneración natural de la esperanza y una publicidad inmensa a lo largo de un año hicieron el milagro: sí, de nuevo millones de ciudadanos, incluso muchos más que hacía un año, porque ahora el safari era a escala nacional, se aprestaban a votar.

El Presidente cruzó el vestíbulo del palacio presidencial, la fusca en su cartuchera, a un costado.

Subió a su jeep.

Tras su jeep arrancaron los 20 jeeps de los cazadores del gabinete.

En otras tantas casas, otros líderes de partido subían a sus jeeps y encabezaban la caravana de jeeps de sus equipos.

Ganaba el que violara ese día más leyes de la Democracia y quién las violara más.

Fue fabuloso. Un fraude colosal. Histórico.

Los cientos de miles de camiones con votantes acarreados se distribuyeron por todo el territorio patrio.

Cada hogar mexicano recibió al menos una canasta de víveres, a veces dos o cuatro, para comprar su voto.

La mitad de las urnas fueron secuestradas y suplantadas por otras falsas a medio viaje a los centros de conteo.

Los candidatos paleros, presentes solo para pulverizar el voto, huyeron del país a media tarde, con sus cheques en las carteras.

Al mismo tiempo, el supuesto árbitro de la contienda, el presidente del INE, aterrizó en Italia, con otro cheque en la cartera.

Y en sus cuarteles generales, tres candidatos pulían sus discursos de triunfo.

Feliz en su cuarto de guerra, en la cima del Popocatépetl, el Presidente monitoreaba la maravillosa violación tumultuaria de la Democracia por sus binoculares y a través de las pantallas conectadas al satélite Morelos.

O se asomaba de cuando en cuando a la TV y se asombraba escuchando a los cronistas narrar “la fiesta de la Democracia”.

¿Por qué no hablaban del “cataclismo de la Democracia”?, se preguntó.

Lástima, pensó. Les apenaba decir “la gran fiesta nacional de la corrupción”. Parecían no compartir el placer perverso de destruir a la virtuosa Democracia.

Fue al atardecer, con el cielo rojo, rojo como un presagio de lo que seguía, que el Presidente se montó en su jeep, al lado del chofer soldado, y disparó, hacia el cielo, el primer balazo del día.

—Vámonos ahora sí a matar a la Democracia —masculló.

La mujer había sido elegida por su piel color canela, sus ojos negros y grandes, su cabellera larga y negra. Durante un año se le había alimentado con ostras y champaña y otras delicadezas. Se le había entrenado en la carrera de largo aliento.

A cambio de su sacrificio, su familia recibiría una casita del Infonavit y becas perpetuas en forma de curules en Congresos estatales.

—Ya viene para acá el Presidente —le avisó su carcelero, y le abrió la reja de la prisión.

Ella se calzó los tenis, se reunió en la nuca la larga cabellera con una liga.

—Órale, Democracia —le dijo el carcelero. —Muévete, no te acobardes.

—El manjar del dueño de la Patria —masculló el Presidente y bajó del jeep.

Y desenfundó el revolver.

—Recuérdame por qué estoy haciendo esto —le preguntó la mujer al carcelero, en el umbral de la casita de cemento pintada de blanco.

—Por tus hijos y tus padres. Y para mantener la tradición nacional de odiarnos unos a los otros.

El carcelero abrió la puerta y la hermosa Democracia salió corriendo. La luz roja de la tarde le bañó el rostro. Corrió por la pradera, hacia los árboles del bosque, los tenis cayendo sobre el pasto seco, fuerte, rápido.

¡Zum!

Una bala le pasó rozando la sien.

—El manjar del amo de la Patria —repitió el Presidente y con el revolver al frente, apretó el gatillo otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

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