Para Claudio Lomnitz

Llegaron en 5 helicópteros, que fueron depositándose en el piso del helipuerto, en la cubierta superior del buque blanco. Un buque de 5 niveles, cada uno un poco menos extendido que el anterior: un pastel de bodas de acero y cristal flotando en el océano verde azul.

Para entonces había sucedido ya la despaciosa catástrofe. La más elegante apocalipsis de la que se tenía noticia o presagio. Ni lluvias torrenciales de semanas y meses y años. Ni fuegos devoradores de bosques y praderas. Ni un solo disparo de arma. Ni un hongo de fuego nuclear.

Fue mucho más simple y modesto. Y lo dicho, elegante.

En el Polo Sur un barquito había soltado sus ondas sísmicas para hacer temblar el lecho de roca submarino, y así localizar los mantos de petróleo ocultos, y el temblor del suelo de roca se propago a todo la Antártica Oeste, y la Antártica Oeste se desgajó de la Antártica Este con un craaaaash lento y largo, e inició su lento y majestuoso viaje por las aguas verde azules hacia la raya del Ecuador.

Los océanos habían ido aumentado día tras día su volumen, las costas fueron invadidas metro a metro por el agua salada: las islas fueron las primeras en desaparecer, luego las penínsulas: ahora, las ciudades costeras eran superficies de agua tranquila de las que sobresalían los rascacielos a partir del piso 12 y las puras cruces de las catedrales sumergidas y transitadas de peces y delfines, que en los altares de mármol se recostaban para tomar la siesta entre santos flotantes.

En el piso 3 del buque, en la estancia de sillones de cuero negro y mesitas bajas doradas, los 5 hombres más ricos de La Tierra se reunieron. La mitad de la riqueza de la especie humana sentada en la estancia rodeada de ventanales por los que asomaba el mar verde azul.

Los marinos vestidos de meseros fueron entregándoles a cada uno una taza con café, en su platito. Los magnates pretendían entereza ante el desastre del mundo humano, pero las primorosas tacitas de porcelana Limoge, con sus ribetes azules y dorados, les temblaban al acercarlas a los labios, y al bajarlas al platito que sostenían con las diestras les temblaban, y solo se aquietaban cuando las depositaban en las mesas bajas, con todo y platito.

—Me parece bien el plan —dijo Carlos Slim, rompiendo el silencio de la falsa calma—. Es prudente que traigamos acá a nuestras familias y nuestros equipos íntimos, y acá aguardemos la bajada de los mares.

—Si bajan algún día —dijo Putin. Y torció la boca.

Amancio Ortega, dueño de las tiendas de ropa Zara, terció:

—Podemos traer además mujeres.

—¿Mujeres? —preguntó Slim interesado. —¿Además de las mujeres de la familia?

Amancio detalló:

—Cada uno podría traer unas 5 mujeres en edad reproductiva. Tendremos mucho tiempo libre, y una responsabilidad extra, la de repoblar la Tierra.

Asintieron uno tras otro.

Warren Buffet apuntó:

—Sí, convirtamos esta desgracia en misión. Engendrar una nueva raza de los más aptos.

-—¿Los más aptos en qué? —preguntó Amancio, verídicamente curioso. —¿En acumular capital?

—Supongo —dijo Buffet, el genio de la especulación de capitales. —En todo caso, el dinero es un marcador certero de algo, no sabemos exactamente de qué.

—He leído —dijo Putin girando el tema —que hay amenidades excelentes en el buque.

El Capitán, de pie en la esquina de la estancia, se adelantó, se quitó el quepí, lo puso bajo su sobaco, y pasó a presumir las amenidades del buque.

—Piscina. yacuzzi. Sala de cine. Mesas de ping pong. Comedores. Biblioteca. Una sala para tostarse la piel. Una cantina especializada en martinis de tamarindo. Una capilla multi-credos.

—Madre santa —dijo Slim—. —Nos vamos a aburrir como ostras.

(Lo dijo en inglés: We´ll be bored as oysters.)

Fue hasta entonces que habló el quinto hombre más rico de La Tierra:

—Señores, les doy la bienvenida a mi buque.

Cada hombre asintió, agradecido.

—Pero debo decirles ahora que esto tendrá un costo.

—Naturalmente —dijo Putin. Y torció otra vez los delgados labios.

—En oro —dijo el quinto magnate.

Era entendible su exigencia. Los paraísos fiscales languidecían bajo las aguas, con todas sus computadoras llenas de números, ahora ridículos.

—En oro —asintió Slim como si dijera “me duele” o “qué carajo”.

—No será barato —siguió el quinto magnate. —Quisiera un pago por adelantado, por diez años de ocupación.

Varios puños se cerraron. Varios quijadas se apretaron.

—Tamaño hijo de puta —dijo por fin el señor Zara—, nos vas a destripar.

—Es la ley de la oferta y la demanda —dijo el quinto magnate.

Ese era el único buque grande que había quedado a salvo de la inundación de La Tierra. Para los señores presentes, la opción era volar a los sitios altos que habían quedado sobresaliendo en las cordilleras, y donde se apiñaban cientos de miles de sobrevivientes de la especie.

—En fin, hijo de puta —dijo Slim—. Si el capitalismo consiste en acumular capital, que acumules buena parte de lo que queda del nuestro, es solo la consecuencia natural de 30 años de capitalismo sin regulaciones.

La flota de pequeñas embarcaciones hizo fila para que de unas tras otras descendieran sus tripulaciones y ascendieran por la rampa que subía a la cubierta del segundo piso del buque. 508 personas en total, que se distribuyeron con sus maletas por los camarotes.

Los camarotes del primer piso albergaron a la servidumbre: las nanas, los maestros, los secretarios, algunos cantantes de moda, los médicos, algunos intelectuales y algunos sacerdotes. Los camarotes del segundo piso, fueron para las mujeres en edad reproductiva. Los del tercero piso sirvieron para las esposas, los hijos, los nietos y los bisnietos. El cuarto fue para los hombres ricos, salvo el quinto magnate. El Hijo de Puta (así lo llamaban todos, con cariño y resentimiento), se adjudicó para él solo el último y mejor piso del buque.

En cambio, el oro se llevó a la panza de la embarcación. Tres mil lingotes de oro apilados con cuidado, uno sobre otro, formando las paredes de un laberinto que en la oscuridad de la panza del buque soltaba destellos, y al encenderse la luz eléctrica, a una primera ojeada, soltaba un relámpago amarrillo.

Según la bitácora del Capitán, que muchos años más tarde se encontraría al fondo del mar, en medio de dos corales rojos, el buque no se fue a pique. Se hundió parejamente, de popa a estribor, y de golpe, por el peso del oro, y formando en la superficie una burbuja de 30 metros de diámetro, que luego explotó con un ¡plop!

Hoy día los turistas bucean para ver los lingotes. Brillan al fondo de las aguas cristalinas, entre algas negras ondulantes, y no es raro que sirvan de piezas de construcción para las moradas de los pulpos o de los peces bobos, que por ahí, ante la costa de Cancún abundan.

Una anotación de la bitácora es especialmente interesante. En su letra palmer, de colegial aplicado, con tinta verde indeleble, el Capitán dejó escrito lo siguiente.

Siempre fue una ironía llamar a un planeta cubierto en sus tres cuartas partes de agua, La Tierra. Ahora que las tierras se han inundado y apenas sobresalen del agua los picos de las cordilleras, que los idiotas que llevó a bordo sigan llamándola así, La Tierra, me parece una necedad macabra.

Pero bueno, ¿qué puede esperarse de una especie que llamó durante siglos al agua, tierra?

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