Diez personas murieron encerradas en la caja de un tráiler en San Antonio, Texas. Siete eran mexicanos. Los abandonaron en un estacionamiento con una temperatura de 38 grados centígrados. Para llegar hasta ahí, el conductor James M. Bradley tuvo que atravesar por, al menos, una revisión de las autoridades. Las autopistas estadounidenses que conectan con México tienen en el kilómetro 40, contando a partir de la frontera, un retén de migración. Ahí se supervisa el cargamento de camiones y autobuses. Si viajan personas, se revisa el estatus migratorio. Esos retenes cuentan con tecnología que hace imposible que decenas de personas en la caja de un tráiler no sean detectadas. Pero ni la más alta tecnología puede superar a un inspector que se voltea para no ver.

En el tráfico de personas el pollero es apenas un eslabón. Este negocio millonario es manejado por redes del crimen organizado en las que necesariamente participan funcionarios de ambos lados de la frontera. Sin la participación de autoridades estadounidenses, el flujo ilegal de trabajadores sería imposible. El anacrónico y carísimo muro de Trump será inútil mientras exista esa corrupción binacional. Beneficiará únicamente a los que se embolsen el presupuesto de su construcción. Si entre los constructores hay aliados del propio Trump, entonces su insistencia será entendible. No será más la necedad de un ignorante, sino el cálculo económico de un cínico.

Por lo pronto, el drama de los migrantes continúa. Pagan por cruzar lo poco que tienen. Si no es suficiente, hipotecan su futuro. Las ganancias en dólares por las larguísimas jornadas de trabajo en Estados Unidos son compartidas con los polleros hasta que terminan de pagar. En ese lapso, están en manos de esos criminales y pueden ser obligados a realizar actividades ilícitas.

Eso no pasó con las personas del tráiler. Algo falló en la logística y se quedaron encerrados hasta que se acabó el aire. Una muerte similar a la de Juan Mena y su hijo.  A ellos también los dejaron ahogarse. No en un tráiler pero sí en el socavón en que cayó su coche. No los traficantes de personas, pero sí los que trafican con influencias.

Han pasado veinte días desde que se generó esa enorme oquedad en el paso exprés de Cuernavaca y seguimos sin saber quiénes son los responsables. El único señalado hasta ahora es José Luis Alarcón, que quedó separado del cargo como delegado de la SCT en Morelos. Pero él no puede ser el único responsable por las fallas en la planeación, construcción y supervisión de la obra. Mucho menos puede serlo del tardío rescate de las víctimas. Para saber quién más falló hace falta el peritaje, ese que estamos esperando todos. Unos con más prisa que otros. Y es que la SCT, no ha entregado toda la documentación a quienes tienen la tarea de hacerlo. En el Colegio de Ingenieros Civiles de Morelos siguen esperando el proyecto ejecutivo de la obra fallida para poder cumplir a tiempo con el mencionado peritaje.

HUERFANITO. Tengo en mis manos un documento dirigido a Fernando Gutiérrez, Presidente del Colegio de Ingenieros Civiles de México, en el que la SCT solicita apoyo para determinar técnicamente las que causas que provocaron el socavón. Lo firma el Secretario Ruiz Esparza.

Llama la atención que tiene fecha del 12 de julio, día en que ocurrió la tragedia, pero el sello de recibido del Colegio de Ingenieros es del 18 de julio. ¿Qué pasó en esos seis días? ¿En qué escritorio se quedó esperando esa petición todo ese tiempo? ¿Esa prisa tienen por esclarecer lo que pasó?

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