Los 100 años del nacimiento de Rulfo, la participación en la Feria del Libro y la Rosa en la UNAM en una charla compartida con escritores sobre Rulfo y García Márquez, me hicieron desandar las páginas de los libros y buscar el vértice personal, el punto exacto donde la emoción y la página hicieron un pacto. Por lo menos intentar trazarlo, redescubrirlo o seguramente inventarlo a la luz de una memoria que ya ha perdido la inocencia. ¿Cómo era descubrir a Rulfo por primera vez? ¿Cómo fue en la adolescencia distinguir el sello de un autor? Necesariamente fuimos parte de un ritual inadvertido. Es decir, uno recorre las páginas de un libro, nombra, se pierde en el ritmo y en el vértigo de las palabras, imagina a través del lenguaje como lo han hecho los lectores que nos preceden, como lo hicieron quienes ya eran adultos y leían una novedad que se llamó Pedro Páramo y El llano en llamas en la mitad del siglo XX. El lector, dador de vida, posa su inteligencia, su emoción, su experiencia, sus titubeos y alguna que otra certeza desorientada, por los caracteres que cuentan un mundo, que nos hablan al oído, en la intimidad que produce la lectura silenciosa. El libro está hecho a nuestra medida, el acto físico de merodearlo y rondarlo lo hace nuestro. Así, con esa pregunta a mi adolescencia oscurecida por el tiempo, indago sobre mi encuentro con Rulfo, con la voz de Rulfo, la voz literaria.

La edición de 1970 de El llano en llamas en el Fondo de Cultura Económica es mi testigo. Porque a Rulfo lo vi primero en el cuento, y fue bueno porque tardé un tiempo en dejar de buscar una historia con la lógica habitual en Pedro Páramo y abandonarme a las conversaciones entre vivos y muertos, en un territorio cercano y cargado de misterio y nostalgia. Empecé por “No oyes ladrar a los perros”, “La cuesta de las comadres”, “Acuérdate”, “Diles que no me maten” y a mi ciudad de aquellos años entró el campo mexicano que no era mi paisaje cotidiano, apenas el que veía por la ventanilla del auto cuando íbamos a Cuernavaca o a Acapulco. Entró con su sol de arado, y sus milpas erectas y sus sombreros solapadores y los silencios enrebozados de los pueblos. Y entró con su tristeza y con su verdad y con una forma de decir que parecía fundirse con algo que se lleva dentro. Y aunque yo estaba muy lejos de la tierra y su cultivo, de la necesidad de la lluvia, de la distancia, muy lejos de la muerte, lo que Rulfo escribía me hacía sentir una raíz, una carta de naturalización con México a través de la palabra y su poder, de su vaivén de cuna. Claro que mis primeros cuentos escritos, apenas tanteos con el deseo de contar historias, eran cuentos de campo, de petate y anafre. Porque Rulfo era paisaje y estado de ánimo, provocación, lenguaje incrustado... Quisiera hurgar en el asombro lector, en la mirada, en el latido de corazón, en mi postura, ¿descalza?, ¿piernas cruzadas?, ¿o tirada sobre la cama? ¿O sobre el pasto en una toalla? ¿O de noche en la cama? ¿Dónde leía? ¿Cómo leía? Qué difícil decantar la memoria, exprimirle los detalles de la tarde y la ropa, la prisa o la pereza.

Un apunte apenas sobre “Luvina” me dice que yo estuve allí: aridez, calor. Tinta azul, letra palmer. Recuerdo la sensación de polvo, de costra seca en la tierra. Polvo que se metía a los ojos de los personajes y a los míos, a sus tristezas, a sus callejones sin salida. Esa desmemoria de la emoción lectora me advierte sobre lo que ya vengo haciendo hace un rato: al final del libro que leo anoto algo, una impresión rápida y a veces el momento de lectura (durante un vuelo, una vacación, en algún lugar especial). Las palabras anotadas sobre un solo cuento de Rulfo pueden ser parte de una tarea escolar, que ese cuento resaltara ante mis ojos. ¿Qué voy a saber y hacer con dos palabras que no logran construir el acomodo y elección de palabras que fundó un mundo dentro de mí? Eso es tal vez leer a un autor con una voz singular por primera vez: uno es la isla el texto (y su autor) es el explorador. Uno contiene, el otro funda. Uno resiste, el otro embate, uno permite, el otro siembra. Y de allí en adelante el mundo es otro, florece a su manera y para siempre. El mapa lector se complica: terracerías, supervías y espacio aéreo. Pero las emociones fundacionales subyacen al tejido que se enmaraña y oculta el momento en que cedimos por fortuna y para siempre la virginidad lectora. Y Rulfo está allí.

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