Hay tiempos para hablar de Londres, París, Bruselas. Hay tiempos para hablar de las extremas derechas, de Trump o del Brexit, del desencanto de amplias capas de las poblaciones de muchos países con sus clases políticas. Hay tiempos para hablar de los refugiados y sus dramas. Pero hay otros tiempos, también, en los que hay que contar las historias que se cuentan demasiado poco, colocar el foco y dar voz a esos otros millones de personas que no alcanzan a llegar a las balsas o a las cercas, porque no pueden escapar de su país, de su región, de su ciudad o de su barrio. Ahí, en su barrio, o quizás en el interior del edificio en el que se han ocultado para protegerse de la guerra que se libra diariamente entre los combatientes de ISIS y las tropas iraquíes asistidas por Washington, es donde terminan muchas de esas historias invisibles. Sin reflectores. Sin nombres. Sin entierros. Uno de esos edificios, por ejemplo, fue blanco de un bombardeo de Estados Unidos la semana pasada. Doscientas personas murieron en ese ataque que estaba destinado a golpear a combatientes de ISIS, quienes han estado empleando escudos humanos en la defensa de sus posiciones.

Mosul es importante no solo por tratarse de la segunda ciudad iraquí. Sino porque la conquista de esa localidad por parte de ISIS representaba la esencia del mensaje que esa organización quería transmitir a sus seguidores. Su propaganda incluía videos filmados justo en esta ciudad, en los que se veía a gente caminando en las calles, comercios boyantes, automóviles circulando por vías rápidas. Había un “Estado Islámico” que era “próspero”, “viable”, con una vida “normal”, el cual contaba incluso con su propia moneda, y el cual estaba bajo el buen gobierno del califa Bagdadi. De modo que el llamado de esa agrupación a sus adherentes no era necesariamente a sumarse a una guerra, sino a experimentar la vida normalizada bajo un gobierno islámico, puro y bendecido. Esa es la idea que está colapsando. Y colapsa porque a partir de que ISIS pierda el último rincón de esta y otras ciudades, regresa a ser aquello que era en el 2011: un grupo más de militantes jihadistas que solo cuenta con el recurso del terrorismo para mantenerse relevante. Con ligas, conexiones, filiales y operaciones globales, pero ya sin territorio, sin “estado”, sin moneda y sin una sociedad a la cual gobernar.

ISIS, por supuesto, lo entiende y lo entendió muy bien desde hace tiempo. Era impensable que unas decenas de miles de combatientes pudieran sostener en su poder una tercera parte del territorio iraquí y otro tanto del territorio sirio, y enfrentar al mismo tiempo al ejército de Siria, al de Irak, a milicias de toda clase de denominaciones, sin mencionar a potencias como EU, Rusia, Irán, Turquía o tantas más. Sin embargo, el martirio forma parte de sus convicciones, y antes de morir como mártires, los militantes han decidido vender muy cara su derrota en cada una de sus posiciones, y en Mosul en particular.

Como resultado, la defensa de cada callejón y cada esquina ha sido incansable. La batalla se ha prolongado por meses, bastante más tiempo del que el gobierno iraquí y Estados Unidos esperaban. Las primeras estrategias ideadas por Washington, por ejemplo, incluyeron dejar corredores libres para que los combatientes de ISIS pudiesen huir y de ese modo, salvar miles de vidas de civiles. Pero los militantes no huyeron. En cambio, se han atrincherado en barricadas, en los edificios, en las coladeras. Se han ocultado entre los civiles, sabiendo que su final se acerca, pero dispuestos a sacrificarse para elevar el costo de su partida. Y ahí, en medio de esas calles, barricadas y edificios convertidos en bastiones de resistencia, se teje la historia de alrededor de 500 mil almas cuyos nombres no llegan a los reportajes sobre los refugiados, a las cumbres en que las grandes potencias se disputan las cuotas para recibir asilados, ni mucho menos a los debates políticos en los que las extremas derechas buscan cerrarles el paso. Para esas 500 mil almas, las puertas cerradas no están siquiera en la cabeza.

Hasta ahora, las cifras incluyen a 3,800 muertes de civiles y a decenas de miles de heridos, además de unos 400 mil desplazados internos, solo por los combates en Mosul. Las tropas iraquíes han detenido la ofensiva con el fin de rediseñar los planes. Solo quedan unos 2 mil combatientes de ISIS en la ciudad, pero tienen en sus manos demasiadas vidas humanas como para ignorar el poder que estos combatientes conservan.

Y claro, el problema con ISIS no termina en ese punto. Además de que esta organización sigue controlando importantes sectores de Irak y de Siria, su venganza, sobre todo a nivel local, ha sido feroz e indiscriminada. Solo en lo que va del año, esa organización ha cometido cerca de 60 ataques terroristas contra civiles en Irak y en Siria. Además de ello, cuando ISIS sea finalmente derrotada en Mosul, posiblemente vendrán choques entre las milicias chiítas que contribuyeron a su derrota, y otros grupos étnicos y religiosos de la zona, como ha ocurrido en el pasado.

Esto es Irak. El país invadido en 2003. El país del que las tropas estadounidenses se habían retirado y al que poco tiempo después tuvieron que regresar. En Irak está el origen de incontables relatos que hemos narrado a lo largo de los siglos. También el origen de tantos otros mucho más actuales, asuntos que nos impactan y de los cuales parecemos sí estar conscientes. Sin embargo, ese mismo país, uno de los tres menos pacíficos del planeta en las últimas dos décadas, es también la cuna de muchas otras historias que pasivamente ignoramos, o que activamente decidimos no contar.

Analista internacional.

@maurimm

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