Este verano del horror en el deporte mexicano me ha hecho compadecer a los más jóvenes, tan huérfanos de ídolos a los que admirar. Mi generación no tuvo el gusto de disfrutar grandes triunfos colectivos. Ganar un Mundial infantil o una medalla de oro en futbol eran sueños guajiros, Lo que sí tuvimos, en cambio, fue una camada de grandes deportistas que brillaron, con notable fortaleza de carácter, en lo más alto de sus disciplinas. Ahí está Hugo Sánchez, que se repuso al repugnante racismo de Madrid para llegar a la cima del futbol español con el más exigente de los equipos. O Julio César Chávez, tan metódico como valiente, una máquina irreductible sobre el ring. Ya lejos de la infancia pero con la misma intensidad agregaría a Rafa Márquez, que ha leído el futbol mejor que cualquier otro futbolista en la historia de México. Para mí, sin embargo, el ídolo de ídolos era el más discreto de todos. Mi héroe de la infancia se llamaba Fernando Valenzuela.

En 1981, cuando tenía apenas seis años de edad, mi padre me llevó hasta Los Ángeles para ver tirar al mágico número 34 de los Dodgers. Para entonces vivía yo fascinado con el beisbol angelino. Sabía la novena completa y soñaba con ver lanzar a Fernando (además de hacerme de una manopla azul como la de Pedro Guerrero). Recuerdo que nos sentamos, junto con mi madre, en las últimas tres butacas del estadio de Chávez Ravine. El partido empezó y las tribunas vibraban. Aun ahora puedo ver claramente a Fernando, ese chamaco greñudo de 20 años de edad, hacer su wind-up, mirar al cielo y soltar un tirabuzón endemoniado.

Eran los meses de la “Fernandomanía”, y con toda razón. El año de Valenzuela en 1981 tiene pocos paralelos en la historia del beisbol de las Grandes Ligas. Desde el primer juego de la temporada —que Fernando no estaba asignado para tirar pero que terminó ganando por blanqueada— hasta el mítico tercer encuentro de la Serie Mundial en Los Ángeles, lo de Valenzuela fue asombroso. Sentarme en el estadio ese verano es uno de lo mejores recuerdos de mi niñez: vi a mi ídolo hacer lo que mejor sabía hacer.

Hace un mes pensé en solicitar una entrevista con Valenzuela, hoy comentarista en español de los Dodgers. Cuando supe que Fernando había aceptado, volví a los archivos de YouTube para recorrer los destellos del año mágico del 81. Me encontré con un par de buenos documentales, entrevistas que el Toro ha concedido desde entonces y, crucialmente, varios juegos, incluido el que, para mí, es el partido cumbre de Valenzuela: el tercero del choque final contra los Yankees de Jackson y Winfield. Descubrí no solo el increíble control de Valenzuela sino algo quizá más importante: su calma preternatural en el montículo. ¿Cómo es posible que ese muchacho de 20 años de edad, que meses atrás ni siquiera soñaba con jugar en las Mayores, mostrara esa tranquilidad absoluta, ese sosiego frente a la presión abrumadora de una Serie Mundial?

Me encontré con Fernando el viernes pasado, un par de horas antes del juego de los Dodgers contra los Piratas de Pittsburgh. Valenzuela tiene 55 años de edad y se ve tan fuerte como hace tres décadas. Tiene el mismo gesto inescrutable pero también la misma risa explosiva, casi infantil que solía arrancarle Tom Lasorda. Le pregunté por su infancia en Etchohuaquila, Sonora. Me habló de sus padres, que ya murieron, y de sus hermanos, con los que aprendió a jugar pelota. Me contó cómo dejó el hogar paterno a los quince años para jugar beisbol y cómo nunca en realidad volvió. Me describió el duelo entre lanzador y bateador, esa suerte de guerra mental a dieciocho metros y fracción. Me habló de su época con los Dodgers, del cariño de los fanáticos, en especial de los niños.

Luego le compartí mi duda. ¿Cómo logró mantener no solo la compostura sino la excelencia y mentalidad para ganar? ¿Cuál es la clave para entender esa fuerza digna, pues sí, de toro bravo? Valenzuela, a quien aun ahora no le estorban emociones innecesarias, me contestó una frase a la altura de sus logros. “Uno tiene que saber lo que trae”, me dijo, mirándome con ojos de esfinge. “Y yo siempre supe lo que llevaba en el brazo”. Fernando estudiaba obsesivamente a sus rivales, afinaba su repertorio (incluido el tirabuzón legendario), se acercaba a los compañeros más trabajadores (como Bob
Welch, recuerda) y llegaba al montículo sabiéndose no solo completamente preparado sino superior a cualquier desafío. ¿Qué lugar tienen el miedo o el titubeo cuando uno “sabe lo que trae”? ¿Qué lugar las distracciones, las críticas malintencionadas, la adulación pasajera? Ninguno. “Yo me dedicaba a jugar beisbol”, dice Valenzuela, como quien recita un mantra. A lo suyo, sin más ni menos; sin excusas ni pretextos.

Así era mi héroe deportivo de la infancia, de esos que ya no existen. Queda la lección para quien la quiera entender, en México y en Río de Janeiro.

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