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Entre los cuentos perfectos de Juan Rulfo en su colección El llano en llamas hay uno que sobresale no por perfecto —como “Luvina” o “Diles que no me maten”, mi preferido— sino porque está narrado con un ánimo paródico que, en su obra más bien sombría, alzó la anómala cabeza frenética sólo en esa ocasión: “El día del derrumbe”.
Como todo buen cuento, puede leerse como una narración directa de un suceso preciso y particular: un temblor sacude a un pueblo que se llama Tuzcacuexco (nombre que si se dice en voz alta produce un concordante terremoto en las quijadas). El evento telúrico (la retórica del desastre siempre es autoparódicas) hace lo que se espera de él: trepida edificaciones, desgaja árboles, mata a algunas pobres gentes, aterra a las demás y después se larga sin despedirse, dejando la secuela de emociones perentorias: el miedo a la naturaleza impredecible, la bienaventuranza de haberlo sobrevivido, etc. Y luego, el retorno a la normalidad y a la tarea de reparar los daños.
Y entonces llega el gobernador con su amplia comitiva (incluyendo a su intelectual catrín) y entramos a la comedia del arte. El generalote mandamás viene a evaluar los daños que produjo lo que llamará este “caso paradojal de la naturaleza”, un temblor que, confiesa, “no estaba previsto en mi programa de gobierno”. Y ya que está ahí pues aprovecha para recibir el homenaje popular: se hace organizar una comilona con “borrachera de las buenas” que obliga a las víctimas a desembolsar 4 mil pesos.
El banquete culmina con el discurso frenéticamente estúpido del general cantinflesco, memorizado por el patiño Medel del narrador testigo en primera persona. Es la substancia paródica del cuento: un discurso de machote en ambos sentidos de la palabra —el burocrático y el testosterónico—, que comienza así: “Conciudadanos. Rememorando mi trayectoria, vivificando el único proceder de mis promesas. Ante esta tierra que visité como anónimo compañero de un candidato a la Presidencia, cooperador omnímodo de un hombre representativo, cuya honradez no ha estado nunca desligada del contexto de sus manifestaciones políticas y que sí, en cambio, es firme glosa de principios democráticos en el supremo vínculo de unión con el pueblo, aunando a la austeridad de que ha dado muestras la síntesis evidente de idealismo revolucionario nunca hasta ahora pleno de realizaciones y de certidumbre”.
Como todo discurso de político mexicano es inherentemente autoparódico, el general hace volar la hilacha: evoca que sólo promete aquello que puede cumplir “y que al cristalizar, tradujérase en beneficio colectivo y no en subjuntivo, ni participio de una familia genérica de ciudadanos”. Luego dice encarnar a “Las fuerzas vivas del estado desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de esta hecatombe”, y aclara que si vino a supervisarla “no es con el deseo neroniano de gozarnos en la desgracia ajena” y acaba diciendo que “en los considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me duele!”
El relato se derrumba poco a poco, como se derrumban las casas del pueblo y la atención del auditorio embriagado, cuya sana alegría popular comienza a manifestarse en el propinamiento de chingazos (que en rulfoñol se llaman “chacamotas”), duelos a machetazos, pistolas echando bala al aire o al prójimo, señoras aullando de terror (más o igual que con el terremoto) y borrachos dando mala impresión.
Y claro, confirma el lector que “El día del derrumbe” es una trepidante alegoría del sistema político nacional, y del gobernante promedio, y del mexicano telúrico y de la consubstancial patria beoda y desmadrosa, siempre zangoloteada e invariablemente de luto, que entre temblores y balaceras le paga el banquete a las autoridades.
Al final, ya desatada la zacapela y cuando el pueblo, enmedio de las balas y la corredera, los gritos y las maldiciones, ¿qué ocurre? El gobernador sabe qué hacer para restaurar el orden: ordenarle a los músicos que se pongan a tocar bien recio el Himno Nacional.
Igual que ahora.
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