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Advertencia: sé que a los escasos lectores “punk” que me quedan no les complace que escriba acerca de política y democracia. Yo les digo: déjenme en paz, soy un burócrata de las letras.
Llegar a viejo no es, necesariamente, convertirse en sabio. Nuestras experiencias —en buena parte intransferibles vía el lenguaje—, son como enfermedades personales que dependen de la cuesta y la orografía que nuestro cuerpo haya tenido que recorrer antes de precipitarse en ese barranco sin fondo a donde llega la basura metafísica, material y onírica. A cierta edad y cuando el barranco comienza a apreciarse en el horizonte uno se siente fortalecido o disminuido, liberado o aterrado, en paz o enloquecido por la incertidumbre de no saber. La arrogancia no es bienvenida porque cualquiera puede ser humillado, no nada más por otros seres humanos, sino por el dolor, el espejo, la traición, la locura o la soledad. Y si bien la edad no nos vuelve totalmente filósofos o sabios, algunas cosas se aprenden por mero empirismo y observación. Cito la frase de Karl Popper de memoria y tantas veces expuesta aquí: “Todos los hombres son filósofos, aunque unos lo son en mayor medida que otros.” Así es, ¿pero quién mide el grado de sabiduría de una persona? Es un asunto difícil éste de la métrica moral y epistemológica. Lo es, puesto que he presenciado cómo en cuestiones fuera de la física o de las llamadas —de manera arrogante— “ciencias exactas”, cada uno puede admirar o reconocer como sapientes o sabias a personas que distan mucho de serlo; sólo hay que constatar que los héroes morales de algunos individuos no parecen estar siquiera a la altura de un pasquín o de un folletín macilento. Mas no hay que ponerse demasiado estrictos en estos asuntos porque se sufre mucho y uno peca de ser lo que desea criticar o corregir.
En lo personal me halaga y aprecio que el barranco se distinga ya en el horizonte porque la conciencia de un final es confortable en sí misma. Cuando leo novelas o ensayos lo hago por pura curiosidad y ya no me importa demasiado el nombre o el galardón, la celebridad o la vanguardia, lo clásico y lo nuevo. Sin embargo, poseo algunas restricciones: no aprecio en los ensayos ni en la crítica literaria los malos argumentos y tampoco las obras o disertaciones que carecen de gracia. Quiero decir que podría soportar un mal argumento si es gracioso o simpático, si sus medios de expresión no son la lógica o la razón, sino la metáfora, la alusión inesperada o la honradez sentimental de quien nos desea convencer o mostrar algo. En la misma dirección aprecio mucho un argumento si es grave o consistente aunque carezca de gracia y sea aburridamente complicado; si no lo hiciera y desistiera de tal lectura me perdería la mayoría de los libros de filosofía que andan su camino por el mundo.
Leí apenas un ensayo del filósofo hindú Bimal K. Matilal (1935-1991) acerca de la relación entre relativismo y pluralismo. Es un tema que se hace viejo a pasos largos. El relativista acepta la validez de cualquier concepción del bien (cree que todas tienen un lugar en el mundo) porque no existe ninguna manera de dotar de certeza universal a un juicio ético. El pluralista, en cambio, acepta la diversidad de visiones o posturas morales sobre el bien civil, pero a condición de explorarlas y concluir cuál o cuáles son las más convenientes para mantener con vida la libertad del individuo y que éste sea capaz de decidir qué hacer acerca de su propia vida. Como he intentado balbucear desde hace años en esta columna, los membretes éticos carecen de gran importancia cuando se profundiza en las concepciones y en la consistencia que obliga a las palabras, a los razonamientos o argumentos a tener peso o relevancia. Yo pienso que ponerse de acuerdo en el significado de las palabras puede lograr que las personas no vivan en un estercolero. Encontré tal espíritu en el ensayo de Matilal, aunque pienso que por lo regular somos intransigentes con los relativismos morales; y así como conservadurismo no es lo mismo que autoritarismo, tampoco creo que ser relativista o pluralista sea comportarse como un desbalagado o una meretriz que se vende a cualquier precio: para ello existe el lenguaje, la cultura, el arte y la charla, para que las prostitutas puedan cobrar.
La semana pasada me encontré con un artículo, en El País, de Fernando Savater a quien leo desde que él escribía en La Luna de Madrid (la revista más famosa de la movida española durante los años ochenta). En tal escrito, Savater trata sobre la desconfianza cada vez más aguda que despiertan las democracias actuales. No se refiere al recelo de los extremistas o fascistas de cualquier bando (“izquierda” o “derecha”), sino al de los pensadores moderados y antes simpatizantes del modelo democrático. La pésima educación y calidad cultural del ciudadano contemporáneo para decidir acerca de los asuntos públicos que le conciernen puede hoy en día desembocar en cualquier aberración fascista o populista. Savater sugiere que la socialdemocracia es la forma natural y contemporánea en que la democracia se expresa como una política liberal y social que preserva las libertades del individuo (en México, José Woldenberg y García Canclini, entre otros, han escrito al respecto). El autor de Panfleto contra el todo escribe: “La democracia no promete una sociedad políticamente mejor, sino una sociedad política.” Yo estoy de acuerdo y pienso que tal es el sustrato de la democracia; el problema es que esa sociedad política se desvanece y se torna un peligro para la libertad del individuo. La sociedad del espectáculo y de la miseria (en todos sentidos) ya no parece ser política. Yo veo con buenos ojos la crítica al estado de las democracias contemporáneas y al de sus ciudadanos desechables y manipulados (aunque puedan votar libremente). Los modelos éticos y políticos para convivir son maleables, no estructuras rígidas (éstas pueden ser liberales, socialistas, ciudadanas, parlamentarias, meritocráticas, pluralistas y todo al mismo tiempo). Hace falta imaginación para moldear a las socialdemocracias actuales y hay que pensar en modificaciones teóricas y prácticas, no tan rigurosas o griegas. A mí la edad no me ha hecho más sabio, pero no me ha mallugado tanto como para saber que, al menos en México, a esta “democracia” le hacen falta ciudadanos. Pregunten quién se los llevó y en dónde los tienen encarcelados. Creo que todos lo sabemos.
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