¿Un asunto en verdad serio? Las vacaciones. En lo que respecta a mí éstas son hoy en día un misterio. Cuando asistía a la escuela contaba cada segundo que antecedía a ellas para correr despavorido de las aulas (o jaulas de amansamiento). De ello han pasado muchos años y ya he perdido la sensación de aquella dicha inigualable. No he perdido la noción del tiempo, lo cual a mí me parece un extravío imposible. Lo que me resulta claro es que he perdido la noción de las vacaciones. De pronto, una persona desaparece del espacio de nuestros sentidos porque, supuestamente, está descansando y además dice que se lo merece. ¿Que persona ha causado tanto mal para merecerse unas vacaciones? Sí, el descanso es necesario, como la muerte o las verduras, lo sé, pero ¿qué descanso vale la pena si después hay que volver al no descanso? Visto así no deja de resultarme aterrador descansar. Yo no puedo. A donde vaya me acompaña el desorden de los sentidos, me atosiga la rabia del vivir y me acompaña un sentimiento de desolación consecuencia de haber conocido a algunos seres humanos emergidos de las cloacas más aberrantes. ¿Cómo se guarda uno de su recuerdo? Existen seres que nacieron tan sólo para echarnos a perder cualquier intento de descanso posible. La lista tiende al infinito.
Aunque parezca un suceso estrafalario hay quien se lleva algunos libros para leer en sus vacaciones. ¿Cómo puedes ser eso? Según yo un buen libro es perturbador, no restaurador; te envuelve de nuevo en el lenguaje, no te exorciza, ni te lleva a la tierra del no lenguaje. ¿Dónde se halla entonces la pausa o el salvoconducto para librarse del desasosiego? Claro está que existen las papas bípedas cuya tranquilidad y temperamento flemático y pastoril yo envidio como nadie. ¿Y los acaudalados que tienen casas de campo o descanso? ¿Para qué quieren descansar si nacieron descansando encima de una sociedad tirada al piso? No, de ningún modo crean que soy un comunista furibundo que quiere ocupar sus habitaciones y repartirlas, ni cambiar sus camastros por un puñado de hamacas. Sólo que encuentro algo de comicidad en el hecho de que un adinerado descanse. ¿De qué? ¿De joder a los demás? Dicho esto sin ánimo de ofender ni de arruinar con el más liviano silbido las vacaciones de nadie. Cualquiera merece su descanso, por supuesto; y además no se requiere ser rico para poseer una casa de descanso: allí están las cárceles y los hospitales psiquiátricos.
“Quiero alejarme de todo”, dice uno; “Necesito tomarme un momento de sosiego”, dice otro. ¿Cómo es que pueden decidirlo? A mí, como ya dije, me está vedado ese placer. Me gustaría decidir acerca del hecho de dejar de ser un yo atormentado por otros yoes que discuten entre sí. ¿Cómo armonizarlos? ¿Enviándolos de vacaciones? Yo, que odio el ruido y el vocinglerío, vivo en medio de su tempestad. Y cuando viajo la perturbación continúa. El ruido ya existió y es imposible olvidarlo. Es por ello que he llegado a una conclusión severa, pero fidedigna: si existieran en verdad las vacaciones yo las habría tomado desde hace un cuarto de siglo. O quizás vivo inmerso en ellas y debido a esa causa no me percato de su consistencia. Las vacaciones son el vientre del que nunca logré escapar para nacer.
El primer relato que escribí y por el cual recibí asentimientos honrados se llamaba Vacaciones de Semana Santa. No recuerdo la trama ni los personajes, excepto que después de escribirlo la intranquilidad menguó y una risa socarrona me sacó por un momento de mi arbitraria persona. “Te merecías ese descanso”, me dirá algún ser compasivo. Y volveré a reír, nervioso. Acabo de leer una nota en la que se consigna que cerca de doscientos viajeros —también les llaman vacacionistas— están varados y viviendo desde hace varios días en el aeropuerto Barajas, en Madrid. Las causas tienen que ver con el cinismo de una empresa aérea que regala boletos a sus empleados, pero en ello no me detendré. Sólo es que me pareció un infierno en vida reunir ambas abominaciones: aeropuerto y vacacionistas engañados, carajo. Recuerdo que alguna vez llegué al aeropuerto citado, en Madrid, y cuando finalmente los aduaneros me liberaron, luego de un amplio interrogatorio —creían que era un yonqui y un vago—, salí deprisa y al abrirse las puertas corredizas que en ese entonces separaban Madrid del espacio internacional me encontré de frente con Carlos Monsiváis. Él fue la primera persona que vi apenas pisé Madrid. ¿Qué pensé en ese momento? Bajé la cabeza, caminé más aprisa y me dije: “Tienes razón, México no se puede dejar atrás.” ¿Creen que es una anécdota disparatada o una invención? No; sucedió tal como lo cuento y hace veinte años narré el hecho en alguna revista underground. ¿Cuáles vacaciones?
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