En un ensayo que escribió a sus 89 años (13 antes de su muerte en 2002), Hans-Georg Gadamer escribió: “¿Hay algo en Hegel que no esté ahí para ser refutado? Lo mismo ocurre en Sartre. ¿Hay algo de lo que figura en Sartre que no esté ahí para ser refutado?” El ensayo citado versa sobre el El ser y la nada, la obra de Sartre, pero no teman, yo no me enfrascaré aquí en tal embrollo y, además, cualquiera puede consultar sobre el tema en el libro El giro hermenéutico. Yo, más bien, jalaría de un hilo para extender la pregunta que se hizo Gadamer a una todavía más general: ¿Hay algo en cualquier filósofo o pensador que no esté ahí para ser refutado? A fin de cuentas de ello se trata el proceso de pensar, o de construir ideas y luego tomar un rumbo a través de las acciones: refutar, contradecir, sopesar, negar o reafirmar, etc... Hace unos días el sirviente público que está al frente de la Secretaría de Educación Pública, en México, dijo algo que sería bastante cómico si no contuviera en sí una alta dosis de crueldad social y de ausencia de miras; dijo algo así como: “Nunca se va a cancelar la reforma educativa.” ¿Cómo llegan estas personas a ocupar puestos tan importantes en países o sociedades en las que la educación es vital para la supervivencia? No entraré ahora en ello pues he desperdiciado muchas de mis columnas tratando de indagar en el entuerto. Los extremismos o las posiciones irrefutables, vengan de parte de los gobiernos o de los querellantes u ofendidos, no deben tener lugar en un área donde el pensar para educar es crucial para el progreso de los seres humanos.

En el ensayo antes citado, H-G Gadamer pone de manifiesto la dificultad que han mostrado los pensadores franceses para comprender a los alemanes (y viceversa), y a raíz de ello se pregunta, ¿cómo leyó Sartre a Hegel y a Heidegger y cómo los comprendió? Tal cuestionamiento no es asunto sólo de la filosofía y sí una pregunta que atañe a la mayoría de las personas que tienen y ostentan una opinión; quiero decir: ¿cómo comprendemos una lectura o una opinión, una idea expresada en nuestro lenguaje, una traducción o cualquier clase de postura intelectual o moral? De entrada todas ellas se encuentran allí para ser refutadas, es claro; mas principalmente tendríamos, por conveniencia general, que abandonar la costumbre de creer que son los argumentos los únicos que importan en una discusión o un debate. Si yo me enfrasco en una discusión con otra persona acerca de cualquier tema —algo que he dejado de hacer con frecuencia— no pongo atención nada más en sus argumentos, sino en la pasión, entusiasmo o ira con que los defiende; atiendo a sus gestos, a su capacidad de escuchar y a su disposición de cambiar de opinión; indago lo más que se puede sobre la circunstancia en que vive y por qué desea tal cosa en vez de otra, y también me detengo en la historia de su sufrimiento, en los valores que defiende —los comprenda o no vía argumentos— y hasta en el color de su camisa. Con esto no quiero decir que pueda realizar esta clase de comprensión a profundidad; no, ¿quién puede hacerlo? (ojalá fuera yo una máquina hermenéutica); pero lo intento hasta donde los límites son infranqueables. Ya Remy de Gourmont escribió en Pasos en la arena que las opiniones son chocantes cuando se convierten en convicciones. Sin la posibilidad de refutar no hay conocimiento ni nada, y esto vale, creo, para cualquier ámbito de la vida pública y privada.

A los 93 años, Gadamer escribió un ensayo, Europa y la ‘oikoumene’, contenido también en El giro hermenéutico, y allí afirmó que, a pesar de que construimos frases o nos apoyamos en una gramática y una sintaxis para expresarnos, no logramos decir todo lo que en realidad queremos decir. Lo que deseamos finalmente, a partir de toda discusión, es que el otro nos comprenda y por ello vamos en búsqueda de un lenguaje común. Yo creo que esta noción de la comprensión es valiosa y ayuda a convivir con cierta tranquilidad. Pero aquí, en México, ello se antoja imposible, hay demasiados prejuicios e intereses inamovibles en la vida pública; existen muchos “nuncas” y casi todas las opiniones son “irrefutables.” Por cierto, 102 años vivió Gadamer; me alegro que no se haya dedicado a los deportes —lo cual lo habría llevado a realizar un ejercicio de corto aliento— y que escribiera, lúcido, casi hasta el final de su vida.

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