Desde lanzar una guerra contra el narcotráfico sin calcular el costo humano que acarrearía hasta pretender desaparecerla con la sola voluntad de no hablar de ella, ha pasado más de una década durante la cual el último par de los gobiernos de la alternancia han hecho de nuestra democracia un sinónimo de barbarie. Serán recordados, Calderón y Peña Nieto, ya se ha dicho, por encabezar, como presidentes, un retroceso civilizatorio de incalculables proporciones, un herraje en la piel de sucesivas generaciones de mexicanos. Que el principal saldo rojo de la matazón haya sido entre los narcos no es culpa del gobierno. Es, en cambio, su responsabilidad. No soy el primero en decirlo.

Serían infinitas las horas en las cuales podríamos seguir hablando, sin pausa, de cómo el Estado mexicano, abandonó, de grado o de fuerza, el monopolio de la violencia legítima. Sobre el terreno, según la opinión de todos nosotros, el Estado todo, o casi todo lo ha hecho mal, porque se encuentra corroído, desde abajo, por un poder criminal con una incesante capacidad de corrupción. En el mejor de los casos, algunas zonas del país respiran aliviadas mientras duran las treguas, de duración desconocida, entre bandas criminales y cuando la gente empieza a sentirse más confiada, vuelven los secuestros, los asesinatos, las violaciones. Al protocolo de la indignación civil le sigue otro, aquel, cómico desde el año de la castaña, del “caiga quien caiga” de las autoridades llamadas a capítulo sólo cuando se producen los llamados “crímenes de alto impacto”. Vemos entonces a los empoderados licenciados moverse como hormiguitas para volverse a quedar, pasmados, tan pronto pasa el escándalo.

La naturaleza sociopática de nuestra democracia se forjó durante las décadas de impunidad cuando, magnánimo y omnisciente, el PRI gobernaba la nación a su medida, sin contrapesos. En ese “México que se nos fue”, el de Díaz Ordaz o Echeverría, añorado por los populistas de hoy, no se era menos impune que ahora. Sencillamente, las reglas, implacables, las imponía un régimen absolutista y la criminalidad —corrupción incluida— adoptaba un bajo perfil digerible para una ciudadanía sin derechos. Con el cambio de siglo, fatalmente, la naciente democracia mexicana, desactivado el imán presidencialista, coincidió con un auge colosal del narcotráfico, el cual destruyó el muy débil sistema de seguridad y justicia legado por el viejo Priato.

Aquella antidemocracia incluía un seguro de impunidad al alcance de casi todos los bolsillos y todos, aun desde la adolescencia, recurríamos a éste, prestos a corromper. Por ello, cierto electorado, indignado ante los demenciales latrocinios y desfalcos cometidos por los gobernadores del PRI o del PAN, es tolerante y permisivo ante las exacciones “razonables” que documentadamente cometen personeros de López Obrador, que acaso, como don Venustiano, no roba, pero deja robar.

Hablar mal de los políticos y de su partidocracia, es muy fácil. Catártico. En cambio, a pocos agrada recordar que esos personajes provienen de México, no de Marte y que representan a una ciudadanía mostrenca, maleducada e infalible a la hora de elegir malos gobernantes, esos que antes le eran impuestos. Lo que nos disgusta es hablar de responsabilidad individual y de culpa colectiva. El Estado a menudo sólo convierte en pesadillas las fantasías de sus súbditos.

El caso del narcomenudeo es emblemático. Mientras no aparezca en la escena un movimiento político que ponga en el centro la despenalización de la venta y del comercio de todas las drogas, sanitariamente reguladas, el pequeño consumidor será cómplice —de no comprometerse con esa única puerta de salida al infierno de la prohibición— de la sociopatía reinante y su cauda de crímenes cotidianos. Pero a nadie le gusta oír hablar de “culpa colectiva”, de sombrías raíces judeocristianas y noción reintroducida por Jaspers entre las ruinas de la Alemania de 1945, en nuestra secularizada sociedad del espectáculo. Para qué amargarse la tarde con la culpa colectiva cuando siempre sabemos que fue el Estado.

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