Es probable, señalan las mortificantes encuestas, que al menos 18% de los votantes de la extrema izquierda que sufragaron por Mélenchon en Francia lo hagan el próximo domingo por Marine Le Pen, la candidata presidencial de la extrema derecha. No es nuevo ese trasvase ideológico y no sólo lo es por la consabida tendencia de los extremos a encontrarse, “al final del día”, como dicen algunos en mal español. Se llama, desde los años 30 del siglo pasado, “nacional bolchevismo”. No es ilógica la síntesis. La concibió Ernst Niekisch (1889–1967), un socialdemócrata alemán que se volvió nazi y pagó su osadía al ser remitido a un campo de concentración pues hallaba que Hitler ­—la razón lo asistía— no tocaba con el pétalo de una rosa al capital financiero. El Ejército Rojo liberó a Niekisch en 1945 y le encontró chamba en la burocracia de la sovietizada Alemania del Este. Este inconformista radical acabó por huir a Occidente hallando intolerable —nacional por bolchevique— la tutela rusa sobre la extinta RDA.

El nacionalsocialismo y el bolchevismo tienen orígenes distintos pero una fuente en común: el odio a la vieja burguesía y a sus derechos humanos, propalados por los judíos, que resultan lo mismo en esta demonología. Los unen valores empáticos: el amor por la guerra civil, las pulsaciones orgiásticas ante las bellas banderas, el deseo sistemático de liquidar a las minorías, sean el burgués (que para Stalin, el verdadero, por eficaz, nacional bolchevique, podía encarnar en un campesino con dos vacas pero con el deseo de tener tres), o el judío (o su nueva variante semítica, el musulmán) para los nazificantes de ayer y de hoy, el horror por el liberalismo en la economía y por la democracia en la política. Mélenchon y Le Pen quieren sacar a Francia de la Unión Europea y de su moneda común —ese instrumento civilizatorio. Desde los pocos lugares donde el llamado pacto republicano ha permitido que el Frente Nacional lepeniano gobierne, menudean los testimonios de la fascistización de la vida pública y el grotesco Mélenchon, mientras Maduro asesina disidentes en las calles de Venezuela, no sólo se asume admirador del comandante muerto por manosear los huesos de Bolívar, sino desea integrar ¡a Francia! a la moribunda minisociedad de naciones chavistas. Ya decía Carlos Fuentes que Chávez era un Mussolini tropicoso. Nacionalbolchevismo: el Duce fue socialista antes que fascista.

Emmanuel Carrère (1957) es descendiente de georgianos blancos por lado de su madre, la eminente sovietóloga Hélène Carrère d’Encausse, académica quien estuvo entre las pocas en predecir el desmembramiento de la URSS, aunque su proyección se basaba en una hipótesis (la implosión musulmana del imperio), al final errada. Carrère hijo, novelista francés, es también una eminencia y en 2011 publicó Limonov, una novela–reportaje sobre Eduard Limonov (1943), fundador del ilegalizado Partido Nacional Bolchevique ruso, ayer preso por oponerse a Vladímir Putin, hoy su aliado.

El buen olfato de Carrère encontró un personaje literario sin desperdicio, con el cual, además, lo une cierta amistad. Nunca faltará un literato francés para recordarnos que también Céline fue un ser humano; Carrère resalta el lado ascético e inclaudicable de Limonov, para quien el alcoholismo es una forma eslava del humanismo, que en las guerras balcánicas vivaqueó, compartiendo fusil, slivovitz y acaso prisioneras con los criminales de guerra serbios, al grado de usar diminutivos, para sus hijos, en honor de Karadzic y Milosevic. Limonov ansiaba por combatir en una guerra y en las matanzas serbias contra croatas y musulmanes encontró la revelación buscada, inútilmente, en su vida de outsider bajo Brejnev, de homosexual en Nueva York, de escritor maldito en París (no he leído sus novelas al parecer notables), de gigoló aquí y allá y siempre, de preso político ejemplar bajo Putin, una de cuyas frases —imitación de una similar del senador Joseph McCarthy— es el epígrafe de Limonov: “Quien quiera restaurar el comunismo es un imbécil pero es un desalmado aquel quien no lo extrañe”.

“No fui un disidente político, sino un criminal”, decía Limonov cuando regresó a Rusia en 1994, el mismo año que su bestia negra, Solzhenitsyn, “vieja beata” a quien acusa de haber hundido para siempre el prestigio de la URSS. Los nasbols de Limonov —aunque Carrère parece ignorar el antecedente de Niekidch dándole a su antihéroe el crédito de inventor del nacional bolchevismo— marchaban gritando “¡Stalin, Beria, Gulag!”. Pero hace una década, cuando Limonov estaba asociado con el exajedrecista Kasparov contra el zar Boris, su defensa de los derechos de manifestación —los extremistas siempre lo defienden para abolirlo una vez en el poder— más su prestigio de dostoievskiano sobreviviente de la casa de los muertos putinesca, le conchabaron la simpatía de Elena Bónner, la viuda de Sarajov y de otros liberales, a quienes desde luego les escupió en la mano.

Limonov (Anagrama, 2012), el libro de Carrère ilustra la actualidad de la pesadilla totalitaria, con su sincretismo de pornografía, misoginia (en el PNB ruso, las militantes son oficialmente prostitutas sin derecho a hablar ni a ser escuchadas), ascetismo hasta budista, amor genocida por la guerra y odio encarnizado contra el liberalismo, hoy asociado a la globalización. Carrère escribió un formidable retrato de antihéroe. Encuentra en su Limonov a un Lawrence de Arabia o a un Gabrielle d’Annunzio, aunque sea un escritor, político y profeta a la rusa. Su destino, a sus 70 años, está lejos de haberse cumplido. ¿Se retirará, le pregunta Emmanuel Carrère al propio Limonov, al cerrar su biografía, a una inmensa dacha como un terrateniente de antaño, a la Turgueniev? “No”, le contesta el veterano de los nasbols (nacional bolcheviques) rusos. “Prefiero perderme en las callejones de Samarkanda, como un mendigo o un santón, a la sombra de las mezquitas”. El próximo domingo veremos en Francia si el siglo XX está tan lejos de nosotros como algunos quisieran.

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