Las colecciones, arbitrarias y accidentadas, son la biografía de nuestros hallazgos. A través de ellas somos capaces de inventariar nuestra memoria y rendir testimonio de nuestro exiguo paso por el mundo. Walter Benjamin dejó escrito que si toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos.

Confieso que, desde mi adolescencia, desarrollé un gusto peculiar por los objetos olvidados, me interesaban su fisonomía, su historia, el halo de misterio con que aparecían ante mi vista. Por entonces, era un asiduo concurrente de la Lagunilla y del Bazar del Ángel.

Ya en la Facultad de Derecho, mi afán de coleccionista siguió un nuevo sendero. Tuve la oportunidad de confeccionar mi primera biblioteca y de conseguir los autógrafos de mis profesores más queridos.

Al paso de los años, a los libros jurídicos fueron sumándose novelas, poemarios, catálogos de fotografías, historietas, etcétera. Sin embargo, mi colección seguía pareciéndome insuficiente. Ya no me bastaban los recorridos por las librerías y toda nueva adquisición era una distracción efímera para mi apetito insaciable. Entonces tomé una decisión: no seguiría siendo un acumulador de páginas, me convertiría en un cazador furtivo de firmas y dedicatorias.

Mi nueva actividad requería tiempo, paciencia y muchísima tolerancia a la frustración. Inexperto como era, conseguí mis primeros ejemplares firmados apegándome a procedimientos convencionales. Los encuentros literarios fueron el escenario perfecto para abordar a un escritor y entregarle una pluma; así obtuve, entre muchos otros, los de Cees Noteboom y Antonio Tabucchi.

Las complicaciones llegaron cuando los organizadores empezaron a custodiar a los autores. Burlar la vigilancia fue un nuevo desafío. Habituado a la adversidad, comencé a idear tácticas para infiltrarme. Por esa vía añadí los de Vargas Llosa, Herta Müller y Richard Ford.

La suerte, caprichosa y macabra, también ha contribuido al incremento de mi acervo. Una tarde de mediados de 2005 coincidí en el aeropuerto de Londres con Carlos Fuentes. Vencí la vergüenza y lo interrumpí en busca de mi ansiada firma, a lo que accedió con amabilidad. Abordamos el mismo vuelo, pero apenas aterrizamos lo vi dirigirse a toda prisa hacia la salida. Horas más tarde supe que su hija Natasha había fallecido trágicamente.

El coleccionista es capaz de cualquier argucia para obtener lo que desea, lo he constatado. Aunque no me distingo por una caligrafía impecable, he escrito cartas con mi puño y letra que a vuelta de correo han traído palabras invaluables de Gonzalo Rojas, Mario Benedetti y Ernesto Sabato.

Han pasado los años y mi pasión sigue intacta. Ni la carga de trabajo ni la rutina han podido menguarla. Recuerdo un viaje familiar por Inglaterra en el que, apoyado por un directorio, visité a Doris Lessing, Ian McEwan y Kazuo Ishiguro. Pese a la algarabía de las nuevas incorporaciones, un desencuentro marcó la travesía, el extrañísimo V. S. Naipul me corrió de su propiedad en medio de gritos y amenazas.

Mi pasatiempo se ha convertido en compulsión. Entre más difícil es el autógrafo, más crece mi deseo de conseguirlo. La gran Zadie Smith escribió que “el coleccionismo de autógrafos tiene mucho en común con la conquista de la mujer y el temor de Dios. Una mujer que dispensa sus favores con mucha frecuencia no es codiciada por los hombres, por la misma razón por la que un dios manifiesto, con unas leyes obvias, no es popular”. En mi estatuto de lo inconseguible puedo situar a Philip Roth, retirado en una “granja en Connecticut”.

Al día de hoy, muestro con celo mi García Márquez, mi Kenzaburo y mi Mahfuz, y todos en mi casa saben qué libreros pueden tocarse y cuáles no. Cada vez que alguien me pregunta si he considerado abandonar mi obsesión, viene a mi mente la dedicatoria de Javier Marías: “A Ángel, venido desde muy lejos, deseándole muchas mañanas, aún más pensamientos y ninguna batalla”, y trazo nuevos planes.

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