Yo sólo conozco dos partidos: el de los buenos ciudadanos

y el de los malos ciudadanos.

Maximilien Robespierre

La extendida opinión de que la política se ha convertido en una actividad esencialmente lucrativa ha hecho que las estrategias electorales se aboquen, con cinismo incluido, a exhibir la corrupción que impera entre los integrantes de las facciones rivales. Walter Benjamin ya había advertido que “el poder y el dinero son, en el caso del capitalismo, magnitudes conmensurables mutuamente. Una cantidad dada de dinero siempre puede cambiarse por un cierto poder determinado, y el valor de venta de un poder igualmente se puede calcular”. Por ende, para que este proceso se gestione es indispensable la complicidad de agentes burocráticos.

En un afán por romper el estereotipo del político embustero, los propios partidos han buscado allegarse de candidatos de presumible integridad, capaces de generar empatía con los ciudadanos al grado que éstos los reconozcan como semejantes. Esta hipotética proximidad entre el político y el ciudadano es un artificio al que se recurre en cada proceso con mayor asiduidad, sin que al día de hoy se haya demostrado la superioridad moral de unos u otros.

Aunque no es el único, el caso de Delfina Gómez y Andrés Manuel López Obrador es el ejemplo más reciente de exaltación de la pureza ciudadana. Desde que arrancaron las campañas en el estado de México, el líder de Morena no ha cesado un instante en su deseo de ponderar las virtudes cívicas de su protegida, incluso asegurando que fue él quien la convenció de afiliarse a su organización y contender, para así garantizar la presencia de “gente buena y humilde” en los puestos públicos de mayor relevancia.

El énfasis propagandístico que ha encabezado López Obrador para impulsar a Delfina Gómez se ha fundamentado más en el elogio a sus orígenes que en el comentario a sus planes de trabajo, aun cuando pesa sobre ella la mácula de la imposición de descuentos a los trabajadores texcocanos durante su presidencia municipal. En última instancia, el máximo garante de sus capacidades es el discurso desafiante y provocador del tabasqueño.

La creencia de que existe una cura milagrosa contra la corrupción no es privativa del presidente de Morena —el PRI fundamentó sus victorias más recientes en la renovación de sus valores y los resultados han sido lamentables—, sin embargo, se ha convertido en su proclama absoluta y unilateral, en el atributo exclusivo de sus allegados. ¿Bastará la “honestidad” de la maestra Gómez para hacer frente a los problemas de una entidad desgarrada por el crimen organizado? No, como tampoco ocurriría en caso de que obtenga la victoria algún otro contendiente.

Madurar políticamente consiste en entender que no hay certezas ni efectismos cuando se gobierna.  Que en ocasiones sólo disponemos de la confianza que hemos depositado en las leyes y por ello es necesario hacerlas cumplir, que si las sombras del relativismo oscurecen las normas asistimos al debilitamiento del Estado de derecho.

A las promesas insensatas debemos responder con dignidad institucional. Ya había advertido Diderot —en esa obra monumental que es la Encyclopédie— que la fragilidad de la vida democrática se hace patente cuando se desconocen los límites que median entre ciudadanos y políticos: “El principio de democracia se corrompe no sólo cuando se pierde el espíritu de la igualdad, sino también cuando se persigue el espíritu de una igualdad extrema, y cuando uno quiere ser igual a aquel a quien ha elegido (…): es entonces cuando el pueblo, no pudiendo soportar el poder que él ha confiado, quiere hacerlo todo por sí mismo, deliberar en lugar del senado, ejecutar las leyes en lugar de los magistrados, y despojar de sus funciones a todos los jueces. (…) En este abuso no hay amor al orden, ni a las costumbres; en una palabra, no existe la virtud”.

Todo proceso democrático es una oportunidad de cerrar las puertas al oportunismo. Ojalá quienes acudan a sufragar lo hagan con la conciencia de que participan de la vida común y no como cómplices del despotismo y de la demagogia.

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