La censura ha figurado como el rostro bifronte de toda actividad que no es fiel a la ortodoxia de su época, ya sea esta religiosa, ideológica o científica. Durante más de 500 años la iglesia católica consignó la herejía mediante la creación y actualización del Index librorum prohibitorum, obra que enlistaba los libros que se consideraban perniciosos para la fe. En 1966 el Index desapareció, sin embargo, las prácticas censoras se han incrementado en muchos otros terrenos, y en la mayoría de los casos están cobijadas por el fanatismo. Uno de los autores condenado por el clero reaccionario y por la izquierda radical fue el insigne polemista francés André Gide.

Con motivo de los funerales de Máximo Gorki, Gide viajó a la URSS acompañado por una comitiva de artistas. Se vivía entonces un fervor en la intelectualidad por el triunfo del comunismo y la llegada de una preceptiva que aspiraba a una depuración moral basada en la militancia partidista.

Según su testimonio, que publicó bajo el título Regreso de la URSS (1936) y que le valió la animadversión de sus contemporáneos, Gide refiere que decidió apearse de los oropeles de la fama y entrar en contacto directo con los obreros. Para su regocijo, presenció una especie de fraternidad súbita en los centros de trabajo que visitó. También le entusiasmaron los llamados parques de cultura, pues en ellos fue testigo de cómo los soviéticos dedicaban su tiempo libre al arte y al deporte, como si habitaran una idílica Atenas liberada del yugo del capitalismo.

Pero esa apariencia de felicidad y progreso va disipándose al paso de las páginas hasta convertir el documento en la valiente denuncia de una tiranía. La esperanza de estar en presencia de una sociedad sin clases, en la que cada uno de sus integrantes pudiera satisfacer sus necesidades sin distinción, fue suplantada por la desproporción y la miseria propiciadas y encubiertas por la administración estalinista.

La economía planificada que regía en la URSS, en la cual el Estado fungía a la vez como fabricante, comprador y vendedor, impedía que existieran criterios comparativos que fijaran estándares de calidad, por lo que el gusto del consumidor no era un factor a tener en cuenta en el gran círculo de producción. Otro rasgo que alertó a Gide de la consumación de un régimen totalitario fue la intención de erradicar las fronteras entre el espacio público y el privado hasta disolver la identidad del sujeto y entregarla a la colectividad: “La felicidad de todos sólo se obtiene mediante el método de desindividualizar a cada uno; la felicidad de todos se logra a expensas de cada uno. Para ser felices, sed conformes”.

Al percatarse que Pravda, el diario de mayor prestigio y circulación, era también un instrumento ideológico, denunció los límites que el poder había impuesto al libre pensamiento. El dogmatismo que imperaba lo llevó a asegurar que “cada vez que uno conversa con un ruso es como si conversara con todos”. Para persuadir a la población de que el pensamiento comunista era superior a cualquier otro, las autoridades prohibían toda comunicación externa.

Un signo que Gide interpretó como una grieta en la edificación magnánima de la utopía fue la jerarquización salarial de la burocracia y el proletariado, no sólo por los montos de la remuneración sino porque el Estado no parecía preocuparse por evitar las diferencias de condición que podían derivar en la conformación de una nueva burguesía; pues aun cuando se proclamara que no existían clases sociales, había gran número de pobres.

La opinión de Gide es contundente al afirmar que la necesidad de justicia que motivó la Revolución de Octubre aún estaba latente: “El espíritu que hoy consideran como ‘contrarrevolucionario’ es ese mismo espíritu revolucionario, ese fermento que primero hizo estallar las duelas medio podridas del vejo mundo zarista”. Pese a todo lo que descubrió durante su recorrido, el tozudo escritor proclamó que la URSS seguiría instruyendo y asombrando al mundo, y así lo hizo, aunque fue por la vía del exterminio; tal como lo expuso Solzhenitsyn en la década de los setenta, en su fatídico Archipiélago Gulag.

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