La opinocracia se ha abierto paso en los medios de comunicación a una velocidad vertiginosa, en buena medida, gracias al desarrollo de las tecnologías informáticas y las redes sociales. Ya no es necesario tener un fundamento claro de lo que se piensa para expresarlo y polemizar a diestra y siniestra. Aunque pareciera que en la actualidad asistimos a un periodo de exacerbación de la doxa, en el escenario de la divulgación histórica la hipérbole y la falsedad abundan hace décadas.

Un ejemplo de lo que ocurre cuando la laxitud triunfa sobre el rigor es el que involucra la reputación de los titulares de los ocho juzgados penales de primera instancia ubicados en la capital, que ingresaron a la Judicatura en la década de los 20. Conocidos como “Los Ocho Cárdenos”, han sido señalados erróneamente como paradigma de la corrupción y su sobrenombre se ha asociado con una limpia del poder judicial.

Fueron reconocidos bajo ese mote Adalberto Gómez Jáuregui, Jesús Salcedo Ordaz, José Darío Pastrana Armendariz, René Lajous Madariaga, Guillermo Schultz y Álvarez, Juan Correa Nieto, José María Gutiérrez Rodríguez y Jesús Moreno Baca, siendo este último integrante de los siete sabios de México. La prensa de la época refiere que se distinguían por su juventud, entereza e ímpetu en la impartición de justicia, pese a los inconvenientes de resolver de acuerdo con un jurado popular, de ser nombrados por los partidos políticos y de no gozar de inamovilidad.

El apodo surgió a partir de una histórica corrida de toros celebrada el 22 de enero de 1921, en la que ocho ejemplares de la ganadería “Piedras Negras”, todos de pelaje cárdeno, desafiaron a cuatro figuras de los ruedos, Rodolfo Gaona, Domingo González Dominguín, Ignacio Sánchez Mejías y Ernesto Pastor. Aquella tarde, según la crónica de Baltasar Dromundo, “extraordinaria fue la pinta de los toros, convulsionante y dramático el juego que dieron”.

La gallaría de los astados motivó a Vito Alessio Robles a equipararlos con los funcionarios, mismos que procedían con severidad sin importar el prestigio o la influencia de quienes llegaban a sus oficinas. Federico Sodi aseguró que “eran honestos y deseaban hacer justicia, y si hubieran podido dictar sus sentencias sin sujetarse al veredicto de un Jurado, las habrían dictado condenatorias (…) si lo merecían”.

La historia del grupo citado se fue deformando al paso del tiempo por el desinterés y la ignorancia. Jorge Piña y Palacios fue uno de los primeros en contribuir a su desprestigio, pues desconociendo el antecedente taurino aseguró que en la historia de la judicatura se había llevado a cabo la consignación de ocho jueces penales, misma que se había conocido como “la corrida de los ocho cárdenos” y estaría situada en el marco de la sucesión presidencial en la que Álvaro Obregón entregó la investidura a Plutarco Elías Calles. La imprecisión trasciende de la mera anécdota ya que, además de que no fueron cesados simultáneamente, la mayoría de ellos tuvieron fructíferas carreras en la función pública, con excepción de Moreno Baca, quien renunció; Salcedo Ordaz, quien murió asesinado; y Gutiérrez Rodríguez, quien sí fue despedido pero se dedicó con éxito al litigio. También Luis Javier Garrido incurrió en equivocaciones semejantes al criticar la reforma al Poder Judicial de Ernesto Zedillo, cuando aseguró que ocho jueces impolutos de los años veinte “fueron cesados para iniciar una depuración institucional”.

La ligereza con que los opinadores dictan su parecer es terreno fértil para la difamación y el escarnio. Tengamos esta consideración en mente cuando estemos en presencia de los próximos linchamientos mediáticos e incluso históricos.

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