La administración Trump no tiene una ideología, es una generadora de gestos soberanistas. No ha propuesto una política, sino una estética. Desafiar a la OTAN o salirse del Acuerdo de París no son posturas ante el bien público, sino puestas en escena del cuentachilismo de un casero en esteroides que ha aprendido a tocar la vena nacionalista de su electorado —la visión de Estado de Trump se limita a eso: contar los chiles y asegurarse de que en cada tortilla haya los que le corresponden a cada quien—. Sentado, leyendo el periódico en Hong Kong, Nairobi, Londres, la Ciudad de México o Nueva York, los actos del inquilino de la Casa Blanca no tienen ninguna lógica, pero tampoco están diseñados para ser entendidos por nosotros: atienden a otro teatro.

El problema de fondo es que hay dos Estados Unidos. Hay un país progresista, ultradesarrollado, diverso y, a menudo, muy feo, que a partir del gobierno de Bill Clinton y la burbuja del Silicon Valley ha sido capaz de reimaginarse como una comunidad flexible que no sólo se adapta a los vaivenes de la sensibilidad global, sino que se esfuerza por, a veces, ejercer un papel de liderazgo en ella. A la gente de Nueva York o Los Ángeles no le irrita pensar que tiene un modelo en Singapur o Sídney y le emociona competir en el concierto de las megaciudades en movimiento.

Y está el otro país: roto, tercermundista, cristiano, bellísimo y conmovedor, que vive atenido a una imagen de si que permanece leal al diseño vigesémico de la nación: el que ayudó a los rusos a derrotar a los nazis, el de las películas de vaqueros, el de la troca y el bárbiquiu en el patio trasero como epítomes de la felicidad mediana que Jefferson nos prometió a todos los que vivimos aquí. Ese país ve para atrás y para adentro y simplemente no puede entender que la adaptabilidad de los otros es la que sigue permitiendo que por más jodida que esté la cosa, las casas siguen teniendo una tele en cada habitación y cada miembro de la familia, su coche.

Las divergencias entre ambos Estados Unidos se han ensanchado tanto en los últimos años que ya no quedan vasos comunicantes que permitan que ambos países se hablen. Que los conservadores asuman que las regiones hiperdesarrolladas son su pulmón, y por tanto deben ser escuchadas, y que las regiones progresistas acepten que los del otro lado del río de la política no son unos retrasados mentales, sino la fuente primigenia de la cultura local y que, por tanto, deben ser atendidos y respetados.

Me imagino que soy el único extranjero que piensa que el Colegio Electoral Estadounidense no es una institución que tara: aunque no me gusta cómo piensan los gringos pobres, creo que está bien que haya un sistema que los protege de ser arrasados por la gente de las ciudades, que en general piensa como yo. Si en México tuviéramos un sistema que equilibrara el peso de los votantes urbanos con los del resto del país, nuestro campo todavía sería como fue cuando yo era niño, o lo es todavía por todos los Estados Unidos: estaría sembrado.

No se me malinterprete, por favor. Detesto a los republicanos con el mismo denuedo con que me repugnan los panistas: su religiosidad hipócrita, su creencia en el hecho de que el color de una piel o el género de un cuerpo están asociados con cierto tipo de destino, su obstinación en atenerse a valores que han dejado de ser productivos en el mundo contemporáneo. Pero entiendo que Estados Unidos no sería lo que es sin sus aportaciones, igual que entiendo que México es inconcebible sin la tradición católica que los panistas representan. Sé que lo que yo veo como un grupo de gorilas tratando de imponer políticas retrógradas es visto por la otra mitad como una lucha por conservar el alma del país. No creen en lo que yo creo, pero creen en algo y puedo respetarlo manque me cueste.

El problema con la administración actual de los Estados Unidos es que no es una administración, sino un performance. No representa los valores republicanos, los imposta para nutrir a un ego. Está encabezada por un neoyorquino que tiene más de migrante que cualquier otra cosa, tratando de tocar el alma americana como si fuera un banjo. No es que, como se dice por ahí, la cosa esté cada vez peor, es que un performance sólo puede radicalizarse: una ópera no es una ópera si la sangre no chorrea en el último acto y en los conciertos de Megadeath no le bajan al volumen a cada nueva canción, le suben. El espectáculo, entonces, va a seguir: estamos ante una estética y no una política. Y lo que viene es NAFTA.

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