Lo mejor y lo peor vienen de los mismos lugares, y por ahí, entremedio, un poco perdido siempre, está lo bueno. El principio se puede aplicar al plebiscito colombiano o a los huevos rancheros que nos desayunamos esta mañana —“todo conecta con todo”, dice Sergio Pitol.

Releo a Homero, en este otoño que se siente como una tormenta, con mis estudiantes de la Universidad de Columbia. Me encantaría poder leerlo en una torre de marfil, como lo he leído en otras ocasiones, pero este es el tipo de año en que las cosas están tan mal que hay que recordarle a las policías en Estados Unidos que actually Black Lives Matter, es el año de la catástrofe priísta, el año de Trump; el año del retorno infame del presidente Uribe, que sella el lento fracaso de las nuevas izquierdas latinoamericanas; el año en que los ingleses prefirieron dejar Europa que aceptar a gente que lo había perdido todo en Medio Oriente. Es un año del que es imposible sustraerse y sólo leer, el año del Diablo. Mis lecciones de Clásicos se parecen más, entonces, al llano destrozado y sembrado de cuerpos e ideologías en el que se baten aqueos y troyanos en La Ilíada, que a los amables festines socráticos en que Ulises cuenta su historia en La Odisea. Es un año en que el mundo, la historia, se nos mete por todos lados.

Todo lo mejor que tenemos viene de Homero: la estabilidad del amor fraterno como antídoto para la volubilidad del divino y el erótico —que ocasionan más guerras que fiestas—; las normas de hospitalidad que todavía nos permiten vivir más o menos en paz; la curiosidad por los otros y nuestra capacidad de honrarlos como iguales a pesar de las diferencias; el establecimiento de la idea de que el arte es la herramienta suprema de interpretación del mundo real; la cultura del diálogo, que compromete a escuchar y produce el milagro de la empatía: ponerse en el lugar del otro.

Y todo lo peor viene, también, de Homero: el establecimiento de la lengua como signo de identidad absoluto entre grupos nacionales, la legitimidad de la violencia indiscriminada en nombre de la prevalencia de un comunidad que se define como monolítica, el sistema de propiedad y gobierno patriarcal como modelo único, la necesidad de sacrificar a unos para que los elegidos prevalezcan y el sometimiento de lo que se asume diverso —los troyanos deben ser vencidos porque se robaron a Helena, pero sobre todo porque no todos hablan griego—, la superioridad de las personas con piel clara —las mujeres “de blancos hombros”, y con ellas sus hijos, estaban sustraídas de la sociedad agrícola.

La Ilíada y La Odisea, cuando se leen como el testamento político de una civilización significativa, son la cartografía del cielo y el infierno: un galimatías que nos transparenta. Siguen siendo las más emocionantes de las lecturas y la Ur de todas las formas del totalitarismo. La belleza y el horror y el horror de la belleza —no olvidar, aquí, a Rilke.

De entre todos los muchos arcos narrativos que se cruzan en el ciclo homérico completo hay uno, tal vez el más discreto de todos, que me conmueve mucho. Muy al arranque de La Iliada, Héctor regresa a Palacio en Troya porque no ve a su hermano Paris en el campo de batalla. Lo encuentra en sus habitaciones, probándose una nueva armadura y Helena, la responsable de la guerra, que está tejiendo junto la ventana, le dice: qué destino tan vil el de tu hermano y yo, que hemos deshonrado a nuestras ciudades “para poder ser transformados, más tarde, en materia de un canto para los hombres del futuro”. Pasa la guerra, los héroes regresan y en el camino, Ulises insulta a Poseidón, que en castigo lo expulsa de la historia por 9 años, obligándolo a vagar por un mundo de dioses, monstruos y zombies que no entiende. Cuando finalmente regresa a casa, tan maltratado que su mujer no lo reconoce, ambos se sientan frente al fuego y él le cuenta una historia mentida para protegerla de la verdad, que todavía es peligrosa en ese momento. Entonces Homero exalta la imaginación literaria del héroe: “Sabía cómo decir muchas cosas falsas que eran como dichos verdaderos.”

La guerra de Troya es el trauma –o uno de ellos– que marca el parto de Occidente. De ahí vienen esos valores que de pronto hacen insoportable la realidad en México, en Inglaterra, en Colombia, en Estados Unidos. Contar la guerra, decirla para que otros puedan leerla, es la cura. Odiseo pasa 9 años fuera de la historia. Su vida se convierte en una novela, que es la novela. Contarla lo sana y a nosotros nos salva: tal vez sean nueve años, más o menos, el tiempo sumado que pasamos leyendo durante nuestras vidas. Leemos, atendemos relatos, somos Ulises: salimos de la historia. Es la lección de Homero: escribir es el combate, pero leer es la guerra —el arte verdadero.

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