Estuve varios días en el mero centro de la nada. El pueblo galés de Hay on Wye tiene cinco calles —literalmente— y más bien cortas. Lo demás son prados, colinas, granjas y ovejas que se extienden hasta los desfiladeros del Atlántico. Y sin embargo, durante 10 días todos los años, llega a las carpas que el Festival Hay monta en un baldío cercano al pueblo, una apabullante multitud de lectores que a lo mejor se puede entender de dónde viene —de toda la Gran Bretaña—, pero no dónde pasó la noche: los hoteles y hostales del sitio, tan chico y remoto, apenas alcanzan para albergar a los artistas y escritores que llenan la agenda del festival.

Este año yo venía de Australia, así que los organizadores del festival fueron lo suficientemente generosos para dejarme un par de días resolviendo el galimatías de mi jetlag antes de montarme, de nuevo, en una mesa. Tuve tiempo de hacer lo que habría que hacer siempre y nunca se puede durante las giras de promoción editorial: hablar con los locales. Todas mis conversaciones derivaron, naturalmente, hacia el tema que obsesiona en estos días a la gente del Reino Unido: la posible marcha de la Gran Bretaña fuera de Europa.

Sé perfectamente que la experiencia directa nunca es un medidor representativo de nada: durante la larguísima temporada electoral de 2012 en México nunca escuché a nadie decir que el PRI era su partidazo y aún así ganó cómodamente. Sin embargo, la línea que separa a quienes van a votar por la salida de Europa de los que se quieren quedar, es alucinantemente precisa en ese modesto laboratorio del sentimiento británico que es el pueblo de Hay on Way: al mismo tiempo, una villa de granjeros, pastores y trabajadores del campo y la comunidad con más librerías per cápita en toda Europa. No es que me haya puesto a alzar un censo, pero absolutamente todos los libreros —y el dueño de la exquisita papelería local— me dijeron que dejar Europa era una aberración y absolutamente todos los granjeros, choferes, meseros, etcétera, me dijeron, repletos de orgullo, que iban a votar no por salir, sino por largarse.

Todo esto es significativo para mí, que vivo en Estados Unidos, porque ese orgullo iracundo de los que están por dejar la Comunidad es inquietantemente similar al de los votantes gringos de Donald Trump. Son monolíticamente blancos, no pertenecen a las élites aunque tienen una vida privilegiadísima comparada con la de los ciudadanos de clase trabajadora de otros países, han renunciado a su identidad partidaria y saben que se están cargando algo delicado y mejor que lo que van a elegir. El conflicto es particularmente inquietante porque esta semana que termina es la primera en que las tendencias de voto tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, favorecen a Trump y la salida de Europa.

Querida Dorothy: ya no estamos en Kansas. Algo cambió en el balance del mundo si la palabra que más usan los analistas políticos para explicarse las mareas geopolíticas del día viene del diccionario de la psicoterapia: “ansiedad”. Y es que estamos ante un drama que desafía a la razón en cámara lenta. Esas caras iracundas con las que los británicos dicen que van a votar por salir de Europa sólo porque odian a su clase política —comparto su resentimiento, no su ánimo suicida—, esa hinchazón de maldad que estalla en las jetas de los estadounidenses blancos que gritan “México” cuando su apóstol pregunta quién va a pagar el muro, ese gozo en la estulticia autoinfligida a voluntad que se le veía a los votantes de derecha austriacos en las entrevistas de televisión de hace unas semanas, es más la expresión de un narcisismo de clase que de una postura ideológica. Nos dejaron de pelar, dicen los trabajadores de origen racial europeo en casa y en América, y les vamos a arruinar la fiesta en la hora en que nos cuentan, que es la de votar.

La mitad hostil, xenófoba, más o menos conservadora, no está alienada: son ciudadanos con derechos y privilegios, conscientes de que los tienen y listos para usarlos. Y quien podría contenerlos, que son los liberales en los gobiernos, las universidades, los medios masivos, no pueden hacer nada porque están recogiendo lo que sembraron. La clase trabajadora está impulsando la gran revolución de nuestro tiempo, pero es una revolución de derecha. El caso no es muy distinto —sólo menos violento, todavía— del de la revuelta armada de los desposeídos mexicanos venidos a narcos en nombre de la radicalización de la libertad de mercado y el derecho a redistribuir la riqueza hasta ahora confinada en las manos perfumadas de la cleptocracia nacional. ¿Querían un mundo monolíticamente neo-liberal? Pues ahí lo tienen y no tengo la menor idea de cómo vamos a arreglarlo.

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