Texto y fotos actuales: Perla Miranda
Diseño web:
 Miguel Ángel Garnica

Los tres hermanos Rafael, Federico y José María le dan continuidad al sueño de su padre, por ello a pesar de la poca venta o la infinidad de competencia, no dejan de crear personajes para que la gente se enamore de ellos en los escaparates. Cada hermano tiene tareas específicas: Federico es el fabricante, él hace las estructuras de las figuras; José María arma los modelos, pega las placas de los hombros, la cintura, las piernas e incorpora los ojos; Rafael es el decorador, sus manos se encargan de dar vida y color a los maniquís.

La historia de este taller inició hace más de sesenta años. Don Rafael era novillero, su quimera más grande era ser torero, anhelaba debutar en la Plaza México, pero en esos tiempos para forjar una carrera taurina era indispensable empezar desde muy joven y él ya tenía cerca de 26 años.

Conforme pasaba el tiempo, más pesaba la presión familiar para que Don Rafael consiguiera un trabajo, para entonces uno de sus hermanos era morrongo –ayudante del tablajero– en una carnicería y un día mientras realizaba una entrega pasó por una fábrica de maniquís. Los cuerpos desnudos llamaron su atención y preguntó qué era ese lugar; le explicaron lo que fabricaban y le ofrecieron trabajo. La paga era mejor que la de morrongo y aceptó. Pronto aprendió todas las técnicas para la producción de maniquís, que antes eran de arena, yeso y costal. Se les llamaba maniquís de pasta.

Su hermano le exigió a Rafael que ya dejara el ruedo y se fuera con él a trabajar, lo llevó a la calle de Perú número 7 donde estaba su lugar de trabajo. Ya como empleado, don Rafael se enteró que esa era la primera fábrica de maniquís en el país; abrió sus puertas en 1937 a cargo de tres hermanos de apellido Ibarra, quienes habían sido braceros en Estados Unidos y cuando “juntaron su dinerito, regresaron a México, como allá trabajaron de todo y al final en esto de los maniquís decidieron abrir su negocio”, contó Rafael Domínguez, hijo mayor de la dinastía.

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En cada extremo del Taller Gamuza hay rostros expectantes, en espera de brazos, dorsos o piernas, pero lo más importante; anhelan que les den vida.

Y el alumno superó al maestro…

“Mi padre siguió trabajando y a los cuatro meses ya había superado al maestro”. Su papá pintaba hasta quince rostros al día por lo que obtuvo el puesto de “decorador”. Sin embargo, uno de los hermanos Ibarra falleció; de los dos que quedaban, uno decidió regresar a los Estados Unidos y el otro se dejó morir.

La fábrica quedó a cargo de los hijos, pero al no tener amor por el oficio dejaron caer el negocio. De pronto se vieron inundados de deudas y compromisos sin cumplir, debían renta, luz y fueron desalojados del predio donde producían los modelos.

Don Rafael no sabía qué haría, se habitúo al trabajo de decorador. En aquellos tiempos ya había otras familias importantes en el negocio de los maniquís. “Estaban los González Oviedo o los Peláez; le ofrecían buen sueldo”, dijo “El Güero” como algunos apodan a Rafael hijo.

Como lo más importante para crear maniquís es el decorador, algunos compañeros de don Rafael le propusieron que abriera un taller y que ellos le trabajarían gratis. “Habló con un tío, pidió dinero y se vino a instalar aquí hace 54 años, para ser su propio jefe”.

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Más de cinco décadas han pasado y este taller de maniquís aun sorprende a los transeúntes de la calle de Perú.

Emocionado con el negocio familiar, el líder de los Maniquís Gamuza decidió que podía continuar con su sueño de ser torero y fue de los fundadores de la Unión Mexicana de Monosabios. “Ellos son los que abren y cierran las puertas, barren el ruedo y otras cosas más”.

Nunca dejó la fiesta brava, organizó con compañeros monosabios una cuadrilla cómica taurina en la que se disfrazaba de Cantinflas. Como monosabio, él era portero en la Plaza México, por donde entraban y salían los picadores.

Pero la tragedia marcaría la vida de esta familia. El 9 de octubre de 1978, en una novillada –que se tenía que haber suspendido en el cuarto o quinto toro porque el ruedo estaba anegado por la lluvia–, se dio la orden de que saliera un toro y don Rafael, quien vestía un impermeable amarillo fue corneado.

Rafael pide un momento de respiro para recordar la muerte de su padre, cuando sus ojos se tornan vidriosos la charla es interrumpida por el timbre del teléfono, “El Güero” atendió la llamada y más repuesto relató “Mis hermanos que también estaban en el ruedo escucharon que antes de que saliera el toro mi papá dijo – cuidado, salió el diablo- entonces el bovino salió con mucha fuerza, brincó el burladero y al caer se encontró a mi padre, le dio una cornada brutal”.

“De inmediato intervinieron a mi papá pero los doctores solo atendieron dos cornadas, no se percataron de una tercera y lo tuvieron que operar de nuevo, pero su cuerpo no resistió”, narra Rafael hijo. El señor Gamuza falleció de dos infartos.

“Yo creo que si le hubieran dado la importancia de un matador otra cosa habría sido, pero era un monosabio, un don nadie dentro de la baraja taurina, ellos son los más humildes de la fiesta”, dijo con tristeza  el primogénito.

Ocho días después de la tragedia, como su padre tenía muchos conocidos, en la Plaza México se organizó un festival homenaje para Rafael Domínguez Gamuza. En el cartel resaltaba la participación de “El Pana”. Lo que se recaudó fue para la viuda y sus hijos.

Así, desde 1978 los tres hermanos se pusieron al frente del Taller Gamuza. “Con la misma pasión, la misma entrega como lo hiciera mi padre”.

Perpetuando el legado

Lo primero que se ve al entrar a este taller son piernas apiladas que esperan un dorso; al fondo de la habitación algunos ojos expectantes, cabezas sin un cuerpo, algunos rostros carecen de cuencas oculares. También hay dorsos de caballero que muestran un abdomen tonificado, pequeñas siluetas de niños, uno detrás de otro.

En una pared hay cientos de fotografías, resaltan el retrato de don Rafael y el de su hija, quien fuera enfermera y falleciera en un accidente. Al centro de todo este collage, se vislumbra un billete de diez pesos enmarcado.

“Es la primer entrada que hubo aquí. Fue un cobro de diez pesos, no fue de un maniquí; mi papá arregló un niño Dios, le pagaron con ese billete y él lo puso ahí”, relató Federico Domínguez; él también siguió la pasión taurina, es monosabio.

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Banderillas de la fiesta brava, fotografías con personajes taurinos, un retrato del señor Gamuza, y el primer billete que se cobró en este Taller son algunas de las memorias que tapizan sus paredes.

Federico es quien fabrica los cuerpos. Utiliza moldes que rellena con fibra de vidrio, después aplica resina para que endurezca; esto se conoce como “picar la fibra”, con la punta de la brocha hay que picar para que la resina penetre dentro de las capas de fibra de vidrio, no deben quedar burbujas, luego hay que lijar.

Durante todo el tiempo en el que fabrica los modelos, Federico no suelta su puro, al mismo tiempo relata a EL UNIVERSAL que lo que ha perjudicado su empresa familiar son las fábricas de maniquís de plástico, que aunque no tienen reparación y son más desechables, también son más baratos.

“Nosotros seguimos trabajando a la antigüita, es como si a un Rolls-Royce le pusieras autopartes de plástico, pues no va. Aquí seguimos una línea artesanal, es algo que te va a durar”.

En el taller sobresale un anuncio: “Aquí se vende calidad y se atiende con respeto y amabilidad”. Para los Gamuza lo primordial es vender maniquís que duren hasta 20 años. Sus principales clientes vienen de provincia, ya sea los límites con la CDMX, o estados cercanos como Puebla y Tlaxcala, también tienen compradores en California, Guerrero y Oaxaca, todos ellos llegan con los hermanos Domínguez, se llevan su efigie y tardan años en comprar otro nuevo.

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El olor de la resina se revuelve con el del puro que no se separa de los labios de Federico Gamuza, “El fabricante”.

José María es el más reacio para hablar; él arma las estructuras, lo único que puntualiza es que ellos no siguen el oficio por ganar dinero, lo más importante es continuar el sueño de su papá, seguir dando vida a los maniquís.

Rafael es quien más habla, dice que hace las relaciones públicas del negocio. También es el “rockstar”, pues amigos y conocidos le dicen que se parece al cantante Rod Stewart, incluso en las paredes del local se vislumbran algunas imágenes del artista aunque “El Güero” asegura que él no es su fan, sino que Stewart lo admira a él.

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Las manos de Rod Stewart mexicano son las encargadas de dar vida a los maniquís. Como un joven enamorado, admira su obra.

Es considerado “artista” porque él dibuja y les da expresión a los rostros que coronan los maniquís.

−Hola −se dirige a un maniquí de mujer−. ¡Saluda, no seas mal educada! −la reprende.

“Yo a ellas les digo ¡vive! Puedes ver aquí las pestañas, pelo por pelo de su ceja”, cuenta emocionado Rafael.

Con música de la Sonora Santanera de fondo, Rafael mueve a la maniquí a la que le hizo la plática hacia una mesa de dónde saca una pistola para decorar. Busca entre sus pinturas el color idóneo para colorear sus pálidas mejillas y empieza a trabajar.

Lo importante para Rafael a la hora de crear los rostros, es saber qué es lo que se venderá, siempre preguntan al cliente si le pondrán ropa de coctel, bikinis, vestidos de novia, ropa moderna o casual, entonces muestran las caras y el maquillaje correspondiente. Un retoque  natural si es ropa para playa o casual pero si es una novia hay que poner más color a los ojos, a las mejillas y a los labios.

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Para “El Güero” dibujar los rostros de los maniquís no es un trabajo, es su pasión.

Con los 38 años que tiene como decorador, el Rod Stewart mexicano asegura que ha visto la evolución del cuerpo humano del mexicano transferido a los maniquís, aunque siempre han querido imponer las complexiones de otros países.

Relata que años atrás era común que turistas pasaran por su local y sorprendidos pidieran entrar y tomar fotos “ahora vienes con tu cámara y no llegas a la esquina”.

Estos hermanos ya no tienen empleados, los tres se encargan de sacar el trabajo. Al mes pueden fabricar hasta una docena de maniquís. Cuando los Domínguez Gamuza rondaban la adolescencia, el Taller producía hasta 80 maniquís en 30 días,  pero actualmente si venden maniquís cobran, sino, no hay forma de exigir. Lo que los ha mantenido a flote es que en ocasiones integrantes del gremio de cine, teatro o televisión necesitan manos, cabezas, o brazos y los compran o rentan.

Rafael relata con tristeza que sus hijos y sobrinos ya no siguen el oficio de fabricar y restaurar maniquís. “Mis hijos bien gracias, nunca les llamó la atención, los chamacos de ahora pues no quieren ensuciarse, quieren buen sueldo y trabajo de oficina”.

Por fin dejó de llover, en la radio suena “ausencia, te has engañado y lo mucho que he llorado no lo puedo olvidar…”. A modo de despedida Rafael le dedica unas palabras a su padre, le asegura que no le han fallado: “Aquí estamos y seguiremos hasta el final”.

Fotos antiguas: Archivo fotográfico de EL UNIVERSAL.

Fuentes: Entrevista con los hermanos Domínguez Gamuza

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