La elección de 2016 en Estados Unidos será siempre recordada por el ascenso del primer candidato abiertamente nativista a la presidencia de Estados Unidos. El nativismo en sí no es un fenómeno nuevo. La estadounidense es la historia de dos discursos contradictorios: la bienvenida y el rechazo a los inmigrantes. Lo que durante la campaña entera sufrieron los hispanos fue, en su tiempo, el azote de los irlandeses, chinos, italianos, franceses y, por supuesto, los alemanes, entre ellos los abuelos de Donald Trump. Desde hace siglos, el lado menos virtuoso y admirable de la identidad estadounidense ha visto con recelo a aquel que llega de lejos a comenzar una nueva vida, con costumbres y maneras distintas a lo auténticamente “americano”. Aun así, a pesar de su importancia histórica, el prejuicio nativista siempre había permanecido en los márgenes del poder. Nunca antes un hombre como Trump, con una agenda de semejante encono, había abierto las puertas de la Casa Blanca. El honor de haber establecido este vergonzoso precedente corresponde ahora al Partido Republicano. Queda ya para la historia que Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos bajo los colores (y los supuestos valores) del Partido Republicano.

La indudable relevancia de Trump y el discurso etnonacionalista pondrá al Partido Republicano en una encrucijada. En los años venideros podrá optar por rechazar esta nueva vertiente, que arraiga en las peores pasiones de la historia estadounidense, o elegir el camino del cinismo, buscando nutrir el resentimiento y el odio en busca de prolongar el inesperado rédito electoral trumpista. En 2016, buena parte de los republicanos escogió lo segundo. Varios rivales de Trump, como Marco Rubio o Ted Cruz, terminaron por bajar la cabeza, apoyando al hombre que de manera tan contundente habían repudiado en campaña. Se trató, claro está, de una indignidad fríamente calculada: Trump podrá ser impresentable, pero es popular; sus votantes podrán ser “deplorables”, pero son fervorosos y útiles. Rubio y Cruz prefirieron extraviar la brújula moral que su futuro político. Lo mismo sucedió con Paul Ryan, el líder republicano en la Cámara de Representantes, supuesto intelectual en jefe del movimiento conservador estadounidense. Lo mismo que Rubio y compañía, Ryan optó por buscar amparo bajo la sombrilla nativista de Trump antes que darle la espalda al fascista en potencia. Al hacerlo podrá haberse salvado de la quema electoral en su distrito de Wisconsin, pero el estigma moral permanece, sin importar que Trump sea hoy presidente electo.

Aunque, como ocurrió con Ryan, la apuesta de los republicanos por Trump pudo tener sentido a corto plazo, también tiene una clarísima fecha de caducidad. La tendencia demográfica futura no favorecerá al electorado que apoyó a Trump, ni demográfica ni ideológicamente. El nativismo es un bote salvavidas que tarde o temprano se irá a pique, así como el voto blanco rural y sin educación universitaria poco a poco perderá supremacía demográfica frente a las minorías ascendentes, que tarde o temprano entenderán las consecuencias de no haberse presentado a votar en masa el martes pasado.

Y aun así, la triste verdad es que el triunfo de Donald Trump —asombroso y sin precedente— aumentará exponencialmente la tentación de seguir por el camino del prejuicio entre las filas republicanas. Después de Trump seguramente vendrán nuevos demagogos a aprovechar la senda desbrozada por el trumpismo. La furia, que ha arraigado en la ignorancia, la inquietud ante los cambios demográficos inevitables, pero también en el desánimo ante las desventuras de la economía globalizada, seguirá presente en la vida pública estadounidense, tan combustible como lo ha sido con Trump.

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