El jueves pasado el Senado aprobó en un procedimiento inusualmente expedito la Ley Federal de Transparencia. Corresponde a la Cámara de Diputados completar el proceso legislativo. Supongo deberíamos felicitarnos por el rápido acuerdo parlamentario. Lamento poner una nota discordante para señalar algunos de los riesgos que observo y que pueden hacer naufragar la implementación de la Ley.

Algunos de los problemas se originan por la deficiente técnica le-gislativa de la Ley General de Transparencia. La visión política que prevaleció durante su elaboración hizo de ella más una “ley reglamentaria” que una “ley general”. La Suprema Corte había advertido de esta tentación cuando en una tesis de jurisprudencia de 2010 señaló que si bien las leyes generales podían establecer una plataforma mínima, era necesario que las leyes locales tuvieran su propio ámbito de regulación específico porque “si no fuera así, las leyes locales en las materias concurrentes no tendrían razón de ser, pues se limitarían a repetir lo establecido por el legislador federal” (SJF, Pleno, Tomo XXXI, Febrero de 2010).

Consecuencia necesaria de ese diseño, una buena parte de la Ley Federal de Transparencia es una repetición verbatim o con ligeras modificaciones de la ley general. El Congreso que dice dos veces lo mismo. El escaso margen de maniobra legislativo se utilizó para amplificar ciertos problemas, y muy poco o nada para asegurar una buena implementación de la ley. Hay muchos temas, me limito a destacar algunos.

La ley de transparencia vigente contiene un catálogo de 17 obligaciones de transparencia, cuyo cabal cumplimiento se ha revelado complejo. La Ley General amplió ese catálogo a 48 obligaciones para todos los sujetos obligados más otras específicas. La nueva ley federal ¡lo extiende a más de 250! Sin duda es indispensable ampliar la información pública, pero resulta un grave error suponer que se trata de un mero procedimiento burocrático. Tenemos que reconocer que el proceso de sistematizar y divulgar la información es complejo y no una mera cuestión de voluntad. Requiere rediseñar procesos, generar rutinas, desarrollar capacidades e invertir en infraestructura tecnológica, todo esto en un entorno de astringencia presupuestal. Un análisis de viabilidad y costo-beneficio permitiría trazar a través de un régimen transitorio un horizonte razonable de cumplimiento. En cambio, prevalece la ilusión que basta expedir normas para transformar la realidad.

Peor aún, la ley parte del supuesto que los incumplimientos derivan de la mera voluntad de los servidores públicos y por ello establece un draconiano régimen de sanciones individuales. Otro error. En vez de privilegiar incentivos, cooperación y responsabilidad institucional se usa el garrote como instrumento, y se olvida que otra reforma constitucional posterior obligará a modificar la lógica de las responsabilidades administrativas. El Congreso olvida sus propias decisiones.

Otro aspecto crucial es a quién corresponde reglamentar la ley para asegurar su implementación en el ámbito administrativo. Esta cuestión queda ambigua, sin resolverse, y abre la puerta para conflictos que a nadie ayudarán. Creo que el Inai no cuenta constitucionalmente con esta facultad y por ello la solución es dejar que cada Poder y los órganos autónomos dispongan de ella. Es cierto una cuestión debatible, pero que amerita reflexión y decisión explícita.

He sostenido que para tener un mejor Estado de derecho necesitamos leyes bien diseñadas, flexibles, con progresividad y diseños institucionales adecuados. Cada problema tiene soluciones técnicas si privilegiamos resultado sobre deseos. Ojalá haya tiempo para rectificar.

Profesor investigador del CIDE

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