Para razonar mejor la cuestión de las gasolinas, sería bueno dejar de simplificar el problema, tratar de desentrañar las causas y bordar en alternativas más integrales. La situación es mucho más compleja que un aumento repentino de impuestos, el cambio imprevisible de entornos internacionales o el fin de un subsidio regresivo. La escalada violenta en algunas regiones es síntoma de males mayores a la coyuntura gasolinera: revela la ausencia de Estado de derecho, la baja capacidad de las instituciones para arbitrar los conflictos, la reducida legitimidad del gobierno para imponer cargas a sus ciudadanos. De ahí que el gobierno no va a resolver nada echando la culpa a la administración pasada, ni la oposición podrá canalizar el descontento exigiendo dar marcha atrás. En la forma en la que se aborde este problema político —sí, es un problema político— nos jugamos no sólo la salud de las finanzas públicas, sino nuestra credibilidad como país y, por supuesto, la paz social.

Hasta 2014, la gasolina ha estado subsidiada. El volumen del subsidio variaba según el precio internacional del petróleo: a barril muy caro, mayor subsidio. La razón de sostener ese subsidio tenía más que ver con el control inflacionario: con barriles caros, la gasolina habría presionado todos los precios al alza. Los barriles caros hicieron el subsidio especialmente gravoso. Se inició entonces una política de deslizamiento gradual del precio que el PRI condenó como oposición, aunque sus gobiernos locales aprovecharon su aplicación: recibían excedentes con la mano derecha y con la izquierda exigían mantener el precio bajo. Esta ecuación se alteró porque el petróleo empezó a bajar por diversas razones: el precio de venta fue mayor al costo, el gobierno dejó de subsidiar y empezó a recaudar vendiendo gasolinas. Sin embargo, la ley (2016) le impuso un límite a la recaudación: el diferencial entre el costo y el precio no podía superar una banda del 3%, de modo que si el costo era menor al precio en esa magnitud, el gobierno debía congelar dicho precio.

La reforma energética quitó al gobierno, a partir del 1 de enero de 2018, la capacidad de determinar el precio de las gasolinas. Un año antes y sin alterar ese calendario, el Ejecutivo pidió liberalizar regionalmente el precio, bajo la lógica de que se requería activar la competencia. El largo periodo monopólico heredaba un cúmulo de ineficiencias: pocas gasolineras y terminales de almacenamiento, transporte por ruedas, altos costos para llevar la gasolina del puerto de importación o de refinación a la manguera de despacho. El Congreso no aumentó los impuestos a la gasolina: concedió un año de transición en el que el precio se mueve con el mercado, pero el gobierno fija precios máximos o decide costos. Fin del subsidio sí, con control de precios para evitar subidas artificiales en el naciente y poco competitivo mercado de gasolinas.

Y ahí está el problema. Nadie sabe cómo se determinaron los precios máximos, es decir, el precio que incorpora costos, margen de comercialización e impuestos. Se ha discutido todo menos ese dato. La Magna oscila en el país entre 12.44 y 16.59 pesos, mientras que la Premium entre 15.35 y 18.41. En teoría, ese precio responde a los costos estimados y reconocidos. La pregunta es sobre qué bases. Todo sugiere que las ineficiencias que hereda Pemex se están trasladando al consumidor. Costos caros de inicio porque son los que factura el monopolio.

No es serio reinstalar el subsidio o bajar el IEPS. Es una política regresiva, cara y contaminante. Supondría un boquete grave a las finanzas públicas. Se deben, en el corto plazo, revisar los costos de transición al mercado. El gobierno debe pagar las ineficiencias, no el consumidor. Tiene instrumentos para acelerar inversión que aumente la competencia y baje costos de partida. Y hacia el largo plazo, sería deseable invertir liderazgo para detonar la discusión sobre el sistema fiscal: ingresos, gasto, deuda, incentivos al crecimiento. Canalizar el enojo hacia una mejor distribución de las cargas de nuestra convivencia, para que todos pongamos y nadie saque provecho de los otros.

Senador de la República

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