Antes que otra cosa, la corrupción es un acto violatorio de la legalidad. Los corruptos, de hecho, son expertos conocedores de las normas y, desde ese conocimiento, se aprovechan de ellas. Algo similar a lo que sucede con los tramposos en los juegos de cartas: para hacer la trampa hay que conocer muy bien las reglas. Así que el problema con la corrupción no reside en la ausencia de normas ni en el desconocimiento de las mismas; por el contrario, es un acto de violación consciente y deliberada del Derecho. La impunidad es el complemento y pinza de la operación: los corruptos operan bajo la premisa de que sus acciones no serán castigadas. Al igual que el tramposo que juega confiando en que se saldrá con la suya.

Así las cosas, la corrupción esta engarzada con muchas otras acciones en las que las personas, conociendo al Derecho, lo transgreden. La premisa es importante porque ahora que con mucha razón —y ojalá con mucha duración— el repudio a la corrupción ha cobrado fuerza; conviene advertir que esas prácticas que tanto nos indignan son una de las expresiones posibles de la ilegalidad. Nuestro problema no sólo es la corrupción sino, en un sentido más amplio y profundo, los múltiples eventos y momentos en los que se cometen y se toleran acciones ilegales. No toda ilegalidad es corrupción pero toda corrupción es ilegalidad. Por eso el combate a esta última es también la solución para la primera. Lo que debemos desterrar es una cultura en la que darle la vuelta a la ley no es socialmente repudiado.

Tengo en mis manos una perla ejemplar del cinismo con el que se viola la Constitución —que es la “ley de leyes”, según los abogados— y no pasa nada. Dice el artículo 40 constitucional: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal”. Probablemente no todos los lectores conocían el texto de este artículo pero supongo que la enorme mayoría de los mexicanos sabe que el principio de separación entre las iglesias y el Estado distingue a nuestro país desde finales del Siglo XIX. Pues, a pesar de ello, en este año en el que la Constitución cumple 100 años, hace apenas unos días, la Fiscalía General del Estado de Jalisco organizó en la “Catedral Basílica de la Asunción de María”, en la ciudad de Guadalajara, la “misa del policía”. Vea usted parte del oficio con el que el “Encargado de la Comisaría Penitenciaria de la Fiscalía de Reinserción Social del Estado de Jalisco” convocó a los guardianes de la ley:

“(…) los instruyo para que ordenen al personal bajo su mando (…), que deben presentarse debidamente uniformados en las instalaciones del cuartel (…) para el pase de lista y organización del operativo para el evento.

De igual forma los instruyo para exhorten (sic) a su personal que durante la participación en este operativo y principalmente en la ceremonia litúrgica se conduzcan en todo momento con disciplina y respeto, ya que se trata de un evento organizado por la Fiscaliza General del Estado y habrá medios de comunicación, así como diferentes autoridades.

Lo anterior es para su conocimiento y debido cumplimiento”. Al lado se encuentra el sello oficial y el logotipo de la Fiscalía General del Estado.

Podría parecer una cuestión anecdótica e incluso pintoresca pero se trata de una violación descarada de la Constitución que seguramente quedará impune. Y, en esa medida, es un acto que contribuye a la cultura de la ilegalidad en la que maduran los actos de corrupción que tanto nos enfadan. Para los fines que aquí me interesan no es necesario insistir en que la laicidad es un principio civilizatorio que permite la convivencia pacífica en las sociedades plurales y diversas. Tampoco es menester recordar que, sin Estado laico, no existe libertad de conciencia. Basta con advertir que violar el principio de laicidad es violar la Constitución. Y ello, si he entendido bien el clamor popular, es lo que nos tiene tan malhumorados a los mexicanos.

Director del IIJ-UNAM

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