Siempre me han gustado las fórmulas “politizar la justicia” y “judicializar la política” porque encapsulan —con la retórica pretensión de denunciarlos— fenómenos que son una realidad en todos los Estados constitucionales.

La justicia, sobre todo la constitucional, siempre ha tenido y tendrá una dimensión política. Pensemos en las controversias constitucionales para disputar partidas presupuestales entre los diferentes órdenes de gobierno o en las implicaciones de decisiones judiciales que obligan a reformar leyes o incluso Constituciones estatales como en el caso del matrimonio igualitario. La carga política es ineludible. Y, así como la justicia está politizada, la política suele judicializarse. Basta con pensar en la arena electoral o en las acciones de inconstitucionalidad con las que las minorías parlamentarias combaten ante la Corte las decisiones mayoritarias de los cuerpos legislativos.

Despolitizar los orígenes y los efectos de esas decisiones es imposible. Por eso los jueces constitucionales deben estar conscientes de las implicaciones políticas de sus decisiones. Pero esto no significa que deban resolver políticamente ni que todas las disputas políticas puedan ni deban judicializarse. Los tribunales están acotados por los rigores del Derecho y, por lo mismo, su involucramiento en cuestiones políticas debe tener sustento en diferendos jurídicos genuinos de resultado incierto. De lo contrario la judicialización de la política sí puede convertirse en un dardo envenenado para los juzgadores.

Escribo estas reflexiones a propósito de las acciones de inconstitucionalidad que, a petición del presidente Peña Nieto, interpuso la PGR en contra de algunas decisiones de los gobiernos de Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua en materia de anticorrupción. Entiendo y celebro el ánimo político que está detrás de esos recursos, pero temo que puedan ser un petardo en las manos de los jueces.

Desconozco los términos legales en los que los recursos fueron redactados y por lo mismo no prejuzgo sobre su (in)viabilidad legal pero, precisamente por ello, tengo claro que es imposible anticipar el veredicto de los jueces. Y esa imposibilidad —que depende de los términos de las normas impugnadas, de los argumentos de la PGR, de interpretación de cada uno de los jueces constitucionales— contrasta de manera frontal con las expectativas generadas por el gobierno y su partido ante la opinión publica.

En conferencia de prensa el subprocurador jurídico de la PGR declaró que se presentaban las acciones con la finalidad de que la Suprema Corte “advierta que las entidades federativas mencionadas carecen de facultades para crear sus sistemas locales anticorrupción sin que se hayan publicado las leyes generales correspondientes y, lo que es más, que se advierta que no pueden hacer nombramientos de funcionarios en dichas materias”. Ello, remató el vocero del gobierno mexicano, Eduardo Sánchez, porque “en la lucha contra la corrupción no puede haber excepciones”.

De esta manera se transmitió un mensaje capcioso: frente a las intentonas de los gobernadores priístas que buscan procurarse impunidad, el gobierno de la República acude a la Corte para que los ponga en orden. Para colmo, el presidente del PRI acudió al Senado para que los legisladores de su partido pidan al presidente de esa Cámara que inste a los ministros a brindar a las acciones de inconstitucionalidad un trato prioritario. Esa facultad está contemplada en la Constitución (artículo 94) y pueden ejercerla tanto las Cámaras como el Presidente de la República a través del consejero jurídico del gobierno cuando justifiquen “la urgencia atendiendo al interés social o al orden público”.

Pero, ¿qué sucederá si, por consideraciones técnicas de índole jurídico, la mayoría de los ministros no le otorga la razón al gobierno? Esa posibilidad es real y debe serlo para que nuestro Estado sea un Estado constitucional fincado en la división de los poderes. Ni más ni menos.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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