Los procesos políticos suelen ser complejos e inevitablemente son objeto de múltiples interpretaciones. Incluso entre los expertos suelen ser más los desacuerdos que las coincidencias cuando se trata de dar cuenta de lo que sucede en tiempos de crisis política. Los hechos nunca son nítidos y por lo mismo son insuficientes para explicar a cabalidad lo que sucede. Cada dicho y cada evento son motivo de especulación, disputa y debate. Pienso esto después de recibir una interesante carta de algunos colegas académicos brasileños que están seriamente preocupados por lo que sucede en su país.

Lo que para algunos podría parecer una etapa más de la férrea investigación iniciada hace algunos años por los casos de corrupción en Petrobras, para los autores de la carta se está convirtiendo en un golpe de Estado. A partir de dos premisas que valen para muchos países de la región —Brasil vive el periodo más largo de vida democrática en su historia y la corrupción es un mal que involucra a gran parte de la clase política—, los profesores e investigadores universitarios, denuncian “un grave proceso de ruptura de la legalidad” en su país.

La trama es intrincada y alarmante. Tras reconocer que las instituciones del Estado han respondido al clamor popular que demanda castigo a los corruptos —el encarcelamiento de políticos y empresarios es prueba fehaciente de ello—, los autores de la misiva pública, advierten que ese mismo clamor está siendo manipulado para derrocar a un gobierno democráticamente electo. La operación “Lava Jato”, a cargo del juez de primera instancia, Sergio Moro, además de operar de manera abusiva e injustificada sobre medidas excepcionales —como la prisión preventiva para presionar a los acusados— estaría filtrando información de manera selectiva a los medios de comunicación. A ello habría que agregar la cobertura mediática de las operaciones judiciales y la filtración de intervenciones telefónicas —legales e ilegales— de altos funcionarios del gobierno, la Presidente incluida.

Como prueba del contubernio estaría el hecho de que los actos de corrupción que involucran a los partidos de oposición y a sus dirigentes —incluido al presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, principal promotor del juicio político contra Rousseff—, son deliberadamente ignorados por los medios de comunicación. De esta manera se estaría verificando una alianza golpista entre algunos operadores judiciales y medios de comunicación históricamente aliados de la oligarquía brasileña, en particular Red Globo de Televisión que ofreció apoyo y sustento a la dictadura militar (1964-1985).

La denuncia de los profesores merece atención y seguimiento. Su llamado y advertencia —más allá de las posibles disputas interpretativas sobre la vida política a la que me refiero al inicio de este artículo— tienen sustento en un reclamo que vale lo mismo para Brasil que para México: “cuando el proceder de las autoridades públicas lesiona los derechos fundamentales de las personas, ignorando reglas liberales básicas como la presunción de inocencia, la igualdad jurídica, el debido proceso y el derecho a un juicio justo; debemos tener cuidado”. A ellos les preocupa, con razón, que esa forma de proceder por parte de la justicia atropelle los derechos de altos funcionarios —como Dilma Rousseff— o políticos relevantes —como Lula Da Silva— porque, cuando se trata del Estado de derecho, lo que importa son los derechos y sus garantías sin reparar en sus titulares y sin prejuzgar sobre sus posibles responsabilidades. Y no es que ignoren la dimensión política del entuerto y la lucha por el poder que lo circunda; todo lo contrario. Lo que está en juego es una forma de hacer política que sólo existe cuando se respetan las reglas, los procedimientos y los derechos de todos. Esa forma que a los latinoamericanos nos ha costado mucho trabajo adoptar y se llama democracia. Lo contrario siempre ha sido y seguirá siendo una u otra modalidad de dictadura.

Director del IIJ de la UNAM

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