Las constituciones suelen ser producto de coyunturas excepcionales. Los grandes pactos constituyentes se verifican cuando culminan revoluciones, cuando muere un dictador, cuando una nación alcanza su independencia, y así sucesivamente. En América Latina, por ejemplo, se aprobaron nuevas constituciones prácticamente en todos los países que transitaron a la democracia en los años noventa del siglo XX. Es el caso de Colombia en 1991, de Perú en 1993, de Argentina en 1994. Todas esas constituciones recogieron a las instituciones del modelo democrático constitucional europeo de posguerra: derechos humanos, división de poderes, tribunales constitucionales. Además fueron el producto de procesos constituyentes institucionalizados.

Años más tarde, después de crisis políticas muy intensas, se activaron procesos constituyentes en Venezuela en 1999, en Ecuador en 2008 y en Bolivia en 2009. Estas últimas constituciones dieron pie para lo que algunos han llamado “Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano” y que es un fenómeno muy complejo en el que se amalgaman tradiciones autóctonas con aspiraciones de justicia social y presidencialismos fuertes. Es interesante mirar esas experiencias porque los procesos constituyentes fueron muy abiertos y participativos, pero se aprobaron constituciones que han permitido sobrevivir al chavismo y el reeleccionismo indefinido de Rafael Correa y de Evo Morales.

En México hemos conservado a la Constitución de 1917 pero la hemos modificado en más de 600 ocasiones a través de 225 decretos de reformas. Así que no hemos tenido un proceso de reconstitucionalización pero sí uno de reformas permanentes. El saldo ha sido una constitución deformada, confusa y plagada de contradicciones pero, al fin y al cabo, vigente. Algunas voces han propuesto convocar a un proceso constituyente y otras hemos recomendado reordenar y consolidar el texto actual pero hasta ahora ninguna de estas ideas ha cobrado la fuerza necesaria para convertirse en realidad. Ahora se abre una oportunidad para retomar el tema.

En los próximos meses asistiremos a un proceso constituyente muy interesante. Me refiero a la aprobación de una nueva Constitución —hoy inexistente— de la Ciudad de México. La iniciativa constitucional será obra del jefe de Gobierno pero el resultado final será decisión de una Asamblea Constituyente integrada ex profeso. Dicha instancia se integrará por 100 personas que provendrán de las siguientes fuentes: 60 electos de representación proporcional, 14 senadores, 14 diputados, 6 designados por el Presidente y otros 6 designados por el jefe de Gobierno. Así que el proceso quedará controlado por los partidos y los poderes constituidos pero los ciudadanos podremos elegir a la mayoría de los integrantes de la Asamblea.

La aprobación de la Constitución de la Ciudad de México es una oportunidad para desencadenar una deliberación que trascienda las fronteras de la capital del país. Ese texto puede ser el modelo de constitución para el siglo XXI. Una constitución que traduzca en normas los ideales de igualdad, equidad, libertad, justicia y democracia y, al mismo tiempo, los arrope y garantice con un diseño institucional moderno y eficaz. Una constitución de derechos y, al mismo tiempo, de poderes equilibrados y efectivos. Si se logra esa ecuación se sentarán las bases para repensar el modelo constitucional nacional que queremos y que necesitamos.

Es verdad que, como debe ser en una República federal, la Constitución de la ciudad debe ajustarse al marco de la Constitución nacional, pero ese acomodo debe lograrse con originalidad. Lo peor que podría pasarnos es que el texto nuevo reproduzca los vicios y las tendencias que han deformado al marco constitucional actual. La apuesta debe ser la opuesta: que la Constitución de la Ciudad de México, por su estilo y contenido, sea un modelo que nos inspire para reordenar a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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