Fulana es mexicana e intenta subirse a un taxi en París. Lo ha hecho con frecuencia: es investigadora y estudió su doctorado en La Sorbona, va a la capital francesa año con año. Pero el taxista, después de mirarla, le indica que no dará el servicio. Es la primera vez que le ocurre, aunque pasar migración en los aeropuertos estadounidenses también ha sido engorroso. Sobre todo antes de la tecnología de fotografía y huellas digitales. Resulta que Fulana tiene tipo árabe. México es también una melting pot donde las fisonomías delatan la historia no sólo del país sino del mundo. Mexicana de varias generaciones, lo árabe seguramente le viene de los ocho siglos que los moros estuvieron en España (no fue un paréntesis vacacional). ¿Quién no tiene tipo moro en el sur de España?

La irracionalidad de un acto terrorista, el desborde de los límites, donde la muerte de civiles y la inmolación de los que lo perpetran están sustentadas en “la verdad” sobre el bien y el mal, es una afrenta de difícil respuesta. El Estado Islámico sostiene que divertirse es un acto perverso, pero la muerte a mansalva no. En esa premisa de lo irracional y fanático, cualquier ciudadano del mundo teme. ¿Dónde ocurrirá el siguiente tiroteo si en San Bernardino, California, tomó desprevenidos a quienes asistían al festejo del centro de atención a discapacitados? La verdad es que uno siempre está desprevenido ante estos arteros abusos. Ese temor es un salvoconducto a la xenofobia. La manera más elemental de que el ciudadano de a pie se proteja del atacante anónimo es hacer una asociación de párvulos: Estado Islámico, terroristas, tipo árabe. La fisonomía como credencial culpabilizante. (A pesar de que muchachas y muchachos europeos de todo tipo de fisonomías, se han vuelto parte del EI que capitaliza, para asombro de todos, la rebeldía juvenil dándole causa y propósito, no importa cuán descabellado sea éste). Esta xenofobia red neck es pan de todos los días en estados como Arizona, donde el que tiene “tipo mexicano” puede ser detenido en las calles para solicitarle los papeles que lo acrediten como legal, actitud que Trump ha magnificado desdeñando a esa parte de la población esencial para la economía y cultura estadounidenses. Que el ciudadano de a pie haga ecuaciones simples entre el aspecto de la persona y el terror puede entenderse (que no justificarse). Es casi infantil. Es el drama de Frankenstein, cuyo aspecto atemorizaba a las personas que asociaban lo monstruoso con la maldad. Que las voces públicas aviven esa flama discriminatoria es una irresponsabilidad cuando el mundo se ha vuelto un territorio minado.

El dilema empeora cuando los refugiados sirios que huyen de la guerra se desparraman por el mundo buscando salvar el pellejo, lo elemental: la vida de las familias. Europa, Estados Unidos y hasta México abren las puertas. Ante las futuras elecciones presidenciales, Trump afila las garras del estulticio y dice no a los inmigrantes (en un país hecho prácticamente de inmigrantes, el propio Steve Jobs es hijo adoptivo de inmigrantes sirios como lo ha mostrado el grafitero Banksy). Buen momento para darle al soplete y encender las brasas. ¿Quién quiere al enemigo en casa? La propia Merkel ha tenido que decir que habrá un límite, haciendo cierta concesión al ala conservadora, que no podrán recibir a todos los sirios que desean asilarse.

La insensatez suele tener respuestas insensatas que algunos pueden manipular a su conveniencia. El chofer del taxi no es un analista político, tampoco entiende —como casi todos nosotros, simples mortales— el pensamiento del Estado Islámico, la estrechez de miras y la posesión de una verdad que justifica la muerte de los otros. Por eso el aspecto del otro es el sensor primario para los juicios equivocados. Por eso la responsabilidad de los dirigentes y quienes comunican de no atribuir al fenotipo una conducta. La xenofobia es tan peligrosa como el terrorismo. En nombre de ella se han cometido las atrocidades más vergonzantes de la humanidad.

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