Aunque Mark Twain sostenía que la entrevista no era un género feliz y que era “la manera menos afortunada de intentar dar con lo que realmente pueda ser un hombre”, sigue tal vez siendo nuestra forma de proximidad más concreta con el hombre o la mujer detrás de sus proyectos, logros y fachada pública. Llama la atención cómo algo tan sencillo, o elemental, como preguntar, tan propio de nuestra manera de entender el mundo desde que podemos hilar palabras en la infancia, sea un método de conocimiento (o de falso conocimiento).

La curiosidad se puede volver habilidad de escudriñar, de respetar y escuchar, de provocar y lograr la revelación de algo que no podríamos mirar a través de un cuadro, de una foto, del libro publicado. No nos basta con las obras, nos intriga la persona detrás de ellas, tal vez porque sabemos que hay un igual, en cierta forma, con necesidades, miedos y sueños como nosotros, pero que no es igual. La curiosidad es el aceite de nuestros actos. El deslizante fundamental para la comprensión en todas las áreas. Por eso, y a pesar de las afirmaciones de Twain, que vivía a contrapelo de las complacencias, las entrevistas emblemáticas a escritores que publica The Paris Review (The art of fiction), que fueron recogidas en el volumen El oficio de escritor, siguen siendo nuestra única ventana al Faulkner detrás de El sonido y la furia, al hombre de Rowan Oak, que combinaba el trabajo de campo con la escritura en aquella finca sureña; o al tono burlón de un Hemingway que escribía hasta las 11, de pie, y usando la punta y la goma de un lápiz en equilibrada intermitencia.

Tómese en cuenta que la entrevista, en su afán periodístico, fue publicada para su tiempo, pero es capaz de rebasarlo como pocos géneros lo hacen. De alguna manera constituye una versión del entrevistado, un pedazo de biografía que apunta a ciertos temas, una conversación privada que se hará pública. El reto es que su principio, el diálogo, la palabra que va y viene, que crea algún tipo de lazo (por más pasajero que este sea), produzca esa sensación de intimidad con el lector. Me estoy refiriendo a la entrevista que se hace palabra escrita, la que requiere de un trabajo posterior por ilustrar incluso la sensación del entrevistador, el ambiente del lugar donde se realiza, los detalles de atmósfera que revelan algo más de lo que hará el guión de preguntas (que el entrevistador usa como guía, no camisa de fuerza). La estupenda periodista Oriana Fallacci subrayaba el papel de la emoción al entrevistar, nunca podría ser un frío registrador de lo que veía y escuchaba. La entrevista es una suerte de careo, de juego de estrategia, de atención a lo inesperado que llevará de una pregunta a otra no prevista, de honestidad. La entrevista es testimonio y memoria. Por eso podemos asomarnos al corazón de los que ya no están, o a etapas distintas en la vida del entrevistado. Incluso ha habido falsas entrevistas que son un ejercicio de información e imaginación: de construcción del posible diálogo, un arte de ficción no ficción, por llamarlo de alguna manera, como las que inventa el español Víctor Márquez Reviriego, que empezó con un encargo para una revista: entrevistar a Miguel de Cervantes para una de sus conmemoraciones. De allí para el real entrevistó a muertos que reunió en un libro.

La entrevista es la conversación hirviendo. Ya sea que juegue a resucitar, es un género vivo y de memoria. La editorial Melville House (Brooklyn y Londres) ha ideado la colección The Last Interview and other Conversations (La última entrevista y otras conversaciones), pequeñas ediciones donde cohabita la última entrevista que se hizo al escritor con algunas otras en el camino. Son lupas de acercamiento que hacen que el lector participe de la viveza de la conversación y arme el retrato de los escritores. El volumen dedicado a Bradbury hila los dos últimos años de entrevistas de un escritor nonagenario y divertido y cuenta el escenario de la última. Maneras de asomarse a hombres y mujeres detrás de los libros que valen la pena.

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