Siempre me ha gustado una foto de Leonora Sisto de niña en la que aparece junto a su padre, Eugenio Sisto, pintando. Hay un caballete y ella es una niña de pelo alborotado con un pincel que toca la tela que tiene frente a ella. Su padre, pintor y fundador del Museo Franz Mayer, tenía esa foto en su bellísimo estudio entre libros, cuadros y tableros de ajedrez. Cuando conocí a Leonora, hace tres décadas, el diseño gráfico que estudió, la familia y la ilustración para niños la ocupaban. Pero hace cinco años, como un mariposa largamente retenida en el capullo, aventó el ropaje anterior y se echó a volar. Como ella misma cuenta, siempre le gustó la pintura y quiso estudiar en La Esmeralda, azares de la vida la llevaron dando rodeos, al lugar de origen, al centro de la vocación, a aceptar el legado de su maestro principal: su padre. Se asumió pintora y tomó el riesgo. En esos cinco años, y como lo podemos constatar en la reciente exposición Encuentros, que comparte con tres pintores más en la Galería de Arte El Carmen, en el corazón de San Ángel, Leonora ha caminado explorando con el color, la textura y la técnica en el abstracto que sorprende con guiños figurativos. Un primer lugar en la Segunda Feria Internacional de Arte de Buenos Aires (2015), en técnica mixta, preceden una voluntad que se revela en firmeza y audacia.

Sus lienzos de mediano y gran tamaño explotan en color, en oscuridades moradas que se iluminan en rojo, en amarillos y grises, en naranjas sobre azules líquidos. El acrílico es la técnica que más le gusta porque va con la presteza de su búsqueda, y porque transparenta aquellos trozos de cartas o papel, o telas, que se revelan lentamente, como si cada cuadro contuviera una historia, a semejanza de la que nos precede a todos. Hija de exiliados de la guerra civil española, Leonora sabe de la importancia de las cartas que mantienen lazos, añoranzas, hacen nudos y amarres con el origen, o con el futuro, cuando ese lazo parece ir hacia la nueva vida que se gesta. Leonora explora las huellas y quizás siempre lo estuvo haciendo. Recuerdo la fascinación que me provocaba su relación con las telas, porque Leonora cosía cuando sus hijas eran pequeñas, sus dedos andaban buscando lo que ahora, en la etapa madura de la vida, aparece en los cuadros que invitan a escudriñar sus secretos, a manosearlos, a sospechar lo que hay detrás de las veladuras, del pequeño ciclista que recorre un camino, de las minúsculas llaves superpuestas que cuelgan de un árbol. En esta reciente muestra de 13 cuadros, Leonora Sisto contrasta lo pequeño y lo basto, en aquel paisaje colorido, se descubre el rastro de lo humano, como si el afán creativo colocara las cosas en su sitio: el hombre frente a la bastedad, pero no para disminuirlo, sino para resaltarlo, para diferenciarlo en sus congojas, en sus andares.

Los cuadros de Leonora Sisto rasgan al espectador como las telas que deshilaban las mujeres con paciencia y delicadeza, aquí los hilos protegen, son lazos maternos, o son alambres que atan. Son objetos de supervivencia, porque quizás el arte siempre lo es. No sólo para el que pinta con denuedo y coloca en el lienzo un mundo personal, una mirada donde las emociones y la técnica van de la mano, se acompasan, sino para el que abreva de esos cuadros, ventanas que se añaden a la experiencia del mundo. La artista ha añadido el monotipo a las técnicas que explora, pero la textura es la constante, como si sus cuadros fueran piezas para ser tocadas. Tengo la certeza de que esa exploración no habrá de parar como lo apunta la exposición en la Galería Colorida de Lisboa en la que participará en septiembre. Hacer, exponer y exponerse es trabar un diálogo desde la intimidad del trabajo en el estudio a los muros hablantes de un recinto. Hay que afinar el oído para mirar la pintura de Leonora Sisto.

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