La política de seguridad pública que ha seguido el gobierno mexicano desde hace ya diez años ha sido un fracaso de manual. Desde que Felipe Calderón decidió sacar a las Fuerzas Armadas a la calle, el Estado mexicano ha sido incapaz de otorgarle un horizonte definido a esa política hasta el punto en que, en lugar de resolver el problema de inseguridad, lo ha perfeccionado.

Como si algo faltara para demostrar ese fracaso, el discurso del general Salvador Cienfuegos —pronunciado el pasado 8 de diciembre ante los medios de comunicación— no sólo convalidó esa opinión ya generalizada, sino que añadió el reclamo de las Fuerzas Armadas a la impericia de los poderes civiles para resolver el desafío con policías confiables y un marco jurídico eficaz. Y un ultimátum: o se les otorga a los soldados una ley que les proteja de las acusaciones que se les hacen cuando usan su poder de fuego, o los devuelven a los cuarteles.

Nada de lo que dijo el general Cienfuegos es novedoso, excepto porque lo dijo el propio titular de la Defensa Nacional, y eso cambió todo. Léase si no: “Nosotros no pedimos estar ahí, no nos sentimos a gusto. Ninguno de los que estamos con ustedes aquí estudiamos para perseguir delincuentes. Nuestra idea y nuestra profesión es otra y se está desnaturalizando (…) Creo que hace falta contar con cuerpos policiacos eficaces, bien adiestrados, bien capacitados, que tengan todas las capacidades para atender los problemas, que son a los que por ley les toca atender estas situaciones y que no se ha dado (…) Debemos definir el gobierno, y por gobierno me refiero a los Poderes, a los tres, debe decir en qué momento deben participar las Fuerzas Armadas para cumplir qué tarea, en qué superficie de terreno y por cuánto tiempo”.

Lo que está pidiendo el Ejército es que se apruebe una Ley de Seguridad Interior que eventualmente les otorgaría plena beligerancia para suplir a las deficientes policías de México, sin pagar los costos jurídicos que les obligan a salvaguardar siempre los derechos de terceros. No es una interpretación sino una afirmación directa del general de más alto rango del país: “Nuestros soldados —dijo Cienfuegos— ya le están pensando si le entran a seguir enfrentando a estos grupos, con el riesgo de ser procesados por un delito que tenga que ver con derechos humanos, o a lo mejor les conviene más que los procesemos por no obedecer, entonces les sale más barato”.

No creo engañarme si afirmo que esas declaraciones representan uno de los mayores desafíos políticos que haya enfrentado el Presidente en todo su sexenio y tampoco si escribo que es un callejón que carece de salida: o pacta con el Ejército un Estado de excepción para militarizar de plano el combate al crimen, llevando hasta el extremo las peores decisiones del sexenio de Felipe Calderón, o se rinde ante la elocuente evidencia de que el Estado carece de otros argumentos para devolver la paz a México en el corto plazo.

Hace tiempo que el Presidente de la República se ha diluido en su calidad de jefe del Estado mexicano. Las evidencias de su ausencia abundan. Pero esta vez no tiene escapatoria, pues ningún ejército del mundo puede darse el lujo de desafiar a su comandante en jefe sin que haya consecuencias y sin que éste reaccione más allá de tres palabras. Pero, esta vez, ocurre que tampoco parece haber opciones disponibles que no amenacen con una rebelión, un Estado de excepción o un caos.

Me angustia pensar que el general Cienfuegos habló en público porque el Presidente no le escucha en privado. O peor aún, porque el propio Presidente le haya pedido hacerlo para construir el escenario de un franco enfrentamiento militar contra los criminales: el último paso hacia un abismo de violencia que amenaza ya, con sus clarines, el final de este sexenio horrible.

Investigador del CIDE

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