No tengo espíritu navideño. Excepto por el periodo vacacional y la ilusión de algunos niños por los regalos —de aquellos que pueden tenerlos—, me confieso más partidario del Grinch que de Santa Claus, personajes ambos que, por cierto, nos resultan cada vez menos ajenos debido al poder de los medios que los emplean —con amplia preferencia por el segundo, naturalmente— para favorecer el comercio. Comprendo su utilidad económica y las ventajas que ofrecen estos festejos, pero me aturde su escenografía y el guión del montaje.

Si sólo fuera una sincera celebración de los creyentes cristianos, no tendría mayor objeción. Pero la verdad es que hemos convertido a la Navidad en un episodio mediático cargado de valores y mensajes contradictorios. Más allá de la exclusión de otras creencias religiosas —que en este tema es inevitable— la puesta en escena me resulta francamente chocante. He aquí las piezas centrales: muchos regalos envueltos entre papeles lustrosos y grandes moños, colocados bajo un pino adornado con esferitas y luces, donde una familia ampliada tradicional, feliz y armoniosa, comparte una opípara cena en un hogar apacible y seguro. Al día siguiente, los niños despiertan temprano para abrir los regalos que les ha traído Santa Claus durante la noche y la familia nuclear se divierte, a despecho de la nieve que los rodea.

Dejemos de lado que en la mitad del mundo la Navidad sucede en verano, porque ese argumento es bien conocido y, en todo caso, es cosa natural que en el hemisferio sur haga calor y no caigan copos de nieve. Pero el asunto de los regalos no depende de la madre naturaleza sino de la capacidad adquisitiva de sus inquilinos. Y si hay una imagen capaz de subrayar con tanta nitidez como crueldad las diferencias de clase, son esos arbolitos de Navidad repletos de cajas. Una imagen aspiracional del estatus que otorga el dinero, vedada empero para la gran mayoría que a duras penas tiene para comer. ¿Es necesario recordar que poco más de la mitad de la población del país está en esa situación? Millones de familias que sueñan con ser clases medias, pero que realmente son pobres, gastan sin embargo lo que no tienen para que Santa Claus pueda llegar a sus casas.

Y en cuanto a las familias, por otra parte, lo cierto es que cada vez son menos las que responden a la estampa estereotipada de Navidad. Ni siquiera entre quienes gozan de mayores ingresos sigue siendo verdad que la familia nuclear (papá, mamá, niños y, de preferencia, un perro) constituya la mayoría. De manera creciente, las familias de nuestros días responden a otras tendencias: desde las que viven en las calles —decenas de miles—, hasta las que han visto quebrados sus lazos originales y han construido otros o ninguno, pasando por quienes han tomado parejas del mismo sexo o quienes, simplemente, se han ido quedando solos. La suma aritmética de los pobres y de las familias distintas a la nuclear echa por tierra aquella imagen feliz de personas entrelazadas por su linaje, que se reparten regalos en torno de un abeto adornado.

Podría seguir con este recuento del Grinch añadiendo la ausencia, las carencias o el tamaño de las casas donde se supone que se celebra la cena, o los costos altísimos de los alimentos que han de prepararse de manera tradicional, o las hipocresías de las muchas violencias que se esconden tras las ramas de cada arbolito. Pero se me acaba el espacio y solamente me resta admitir que, con todo, el poder combinado de la tradición religiosa y de la publicidad comercial acaba derrotándome cada fin de año. Por eso estoy escribiendo sobre este tema que domina ya la semana, por eso he intercambiado regalos y parabienes con mis colegas y amigos (¿qué otra cosa podría hacer?) y por eso le deseo a usted (¡ay!) una feliz Navidad.

Investigador del CIDE

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