Todavía no termina el proceso electoral de 2015 y ya tenemos cuatro precandidatos en campaña para las presidenciales del 2018: López Obrador, el eterno, cobijado por el éxito de su partido y la derrota de sus otroras aliados; Margarita Zavala, quien dice actuar a nombre propio, tratando de reconstruir las posiciones del grupo político al que pertenece, en medio de la fractura que está sufriendo el PAN; Miguel Ángel Mancera, a quien se le ha ocurrido postularse “si la gente se lo pide”, a despecho del irrefutable voto de castigo que recibió el 7 de junio; y Marcelo Ebrard, rescatado por Movimiento Ciudadano tras la enconada descalificación tras su salida del DF.

En la acera de enfrente y haciendo eco de sus mejores tradiciones, hay tres tapados en disputa: los poderosos secretarios Luis Videgaray y Miguel Ángel Osorio Chong, y Manlio Fabio Beltrones, cuya fama de poder político quizá supere a su capacidad de influir en las decisiones del sistema en el que ha crecido. Así pues, ya suman siete los individuos que, de momento, pueden identificarse con nombre y apellidos como posibles sucesores de Enrique Peña Nieto —más los que se añadan en las próximas semanas—.

Lo que llama mi atención no es tanto la repetición de las rutinas de nuestro régimen político —los tapados del sistema y los destapados de la oposición—, sino cuánto las dificultades que esas ambiciones imprimirán a la política de México durante los próximos tres años. Es una película que ya hemos visto varias veces y cuya acción dramática conocemos de memoria: todo lo que se haga o diga a partir de este momento —y también lo que se omita o deje de decirse— será inexorablemente leído en clave sucesoria. Los medios tendrán material sobrado para llenar sus páginas y todos los temas pendientes de resolución en el país serán aprovechados hasta la última gota para configurar la viabilidad de las candidaturas.

No me pasa inadvertido, sin embargo, que tres de los cuatro destapados forman parte de las izquierdas divididas del país, mientras que la precandidata presidencial del PAN ha salido a la luz pública por la ruptura interna de este último. Las oposiciones principales del país irán cojeando a la contienda del 2018 y cuesta trabajo imaginar —ceteris paribus— que sus guerras interiores se resuelvan antes de que sea muy tarde. En contrapartida, es previsible que los presidenciables del sistema guarden la disciplina formal acostumbrada —aunque se golpeen por debajo de la mesa— hasta dirimir a cuál de ellos le corresponderá abanderar la siguiente estación del aparato que, a pesar de todo, volvió a ganar las elecciones federales.

Las únicas novedades que podrían modificar este guión ya escrito de antemano estarían en la ruptura del Revolucionario Institucional, cosa que hoy parece poco menos que imposible; o la emergencia de una candidatura presidencial independiente capaz de desafiar a todos los partidos. Escribo en singular: una candidatura y no más, por razones aritméticas elementales. Pero tan pronto como esa candidatura fuera presentada, la oposición completa se le echaría encima y también buena parte de la sociedad civil que eventualmente se sintiera desplazada. En cambio, los partidos del gobierno —pues ahora hay que sumar al Verde y al Panal— quizás celebrarían a la chita callando que sus adversarios tuvieran más fisuras de las que, ya de suyo, están haciendo agua en sus aspiraciones para la siguiente ronda.

Las elecciones del 7 de junio nos recordaron, una vez más, que la representación política se gana sumando votos, no restándolos ni dividiéndolos. Esta vieja consigna del régimen sigue vigente. Así que, mientras más precandidatos haya y más ambiciones se añadan a la competencia, mejor será para quienes siguen gobernando México sin amenazas creíbles, al menos, desde el sistema electoral.

Investigador del CIDE

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