Suponer que sólo en el sistema escolar mexicano se aprende es, sin más, un yerro. Aprendemos en todos lados, cada día. Los puntajes de un examen, por bien hecho que esté, aportan una medida del conocimiento que se tiene de lo que en ese instrumento se indaga: por su propia lógica y construcción, son limitados: nunca debe extrapolarse a lo que, quien lo presenta, sabe.

Cada que se anuncian los resultados de PISA llueve sobre mojado: 80% de los jóvenes de 15 años en el país no rebasan el Nivel 2: ergo, “no son aptos para la vida y el trabajo en la sociedad del conocimiento”. No saben casi nada. Y el sistema educativo, claro, es un desastre. ¿Cómo alguien se atreve a cuestionar la reforma educativa frente a esos incontrovertibles “datos duros”?

La crítica tiene asidero: “PISA evalúa las habilidades intelectuales (razonamiento y solución de problemas) que un joven de 15 años ha desarrollado. Por consiguiente, dichas habilidades son el producto de lo que los estudiantes aprenden tanto dentro como fuera de la escuela. Las investigaciones más optimistas afirman que la escuela es responsable de entre 40 y 50% de lo que aprenden los estudiantes. Por lo tanto, los resultados son un indicador del capital intelectual que tiene el país, cuya responsabilidad recae en la sociedad, no sólo en el sistema educativo”. Esto lo escribió, el 20 de diciembre en EL UNIVERSAL, el doctor Backhoff, integrante de la Junta Directiva del INEE, al que no podemos señalar como adversario de la reforma.

Si, en el mejor de los casos, a la escuela se le puede imputar ser la fuente de la mitad de lo que los muchachos de 15 años saben, la otra mitad “del capital intelectual del país” está asociada a las condiciones sociales en que está inmerso el estudiante. Como este tipo de recurso se distribuye de manera desigual, siguiendo y agudizando la inequidad en el reparto de la riqueza producida y la calidad de vida, aunque todos vayan aún a estudiar — como es el caso de los que presentan PISA— no todos van ni a la misma escuela, ni parten del mismo sitio.

Pocos concentran buena parte del capital cultural, ligado casi siempre al dinero, y en sus familias y comunidades hay ambientes intelectuales favorables al desempeño escolar, porque los códigos que imperan en ambas zonas son semejantes. Por su parte, la gran mayoría de los sobrevivientes en las aulas, a los 15 años, no son herederos de las mismas condiciones, de tal suerte que batallan para prosperar en el saber formalizado que predomina en la escuela y averigua PISA.

¿El impacto de la desigualdad en el aprendizaje medido (“las habilidades intelectuales que conducen al razonamiento ordenado y la solución de problemas”) puede ser revertido, o al menos amortiguado, por la escuela hoy? No, o muy poco, mientras la desigualdad social se retrate en la escolar. Quienes requieren una escuela potente para sustituir la frágil estructura de saber formal en su contexto, han estado y están en los ambientes escolares más deteriorados. Los que necesitan que la escuela aporte más, consiguen menos, y a quienes la requieren menos, se les otorga más.

Frente a ésto, hay dos caminos, y pueden ser complementarios: emparejar el origen, modificando la distribución del ingreso abatiendo su concentración (materia de un proyecto de desarrollo incluyente y honrado) y “desigualar” las oportunidades, dando la mejor educación a quienes más la requieren (materia de una reforma educativa seria).

El régimen actual no apuesta por ninguno de las dos: se satisface a sí mismo con evaluaciones ajenas a la vida en las aulas, y harta propaganda. Por eso la reforma no va, y no irá… Porque lo que se cuela en la escuela, por las grietas de siempre, es la desigualdad. Contra ese trancazo, hay, si acaso, poca defensa. Así acaba 2016. Mucho ruido sin nueces: elogios.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
@manuelgilanton mgil@colmex.mx

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