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Solemos hablar de un “problema de semántica” cuando se otorga un significado distinto a la misma palabra. Todo parece indicar que términos como soberanía, nacionalismo y globalización tienen hoy en día significados distintos y hasta contradictorios. El nacionalismo en países como China y Japón, resulta inamovible. Nadie los ha conquistado y su cultura autóctona ha resistido los cambios más drásticos del orbe internacional. Sin embargo, esto no ha sido óbice para una intensa y productiva interacción con el mundo. En el siglo XX Japón llegó a ser la tercera potencia económica gracias a su interacción comercial y China se ha convertido en el gran líder de la globalización. Su nacionalismo es más proactivo que defensivo.
Si vamos a Europa la situación es un poco distinta. El Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, está por dejar la Unión Europea, por considerar que ahora el libre tránsito, sobre todo de personas, va en contra de sus intereses. Sin embargo, dos de los cuatro países que conforman el Reino, Escocia e Irlanda del Norte, se manifiestan a favor de su independencia para poder ser parte de la Unión Europea. Formas muy distintas de entender el nacionalismo dentro del mismo país.
Caso singular es Rusia. El centenario de la Revolución Rusa en 2017 pasará inadvertido. El presidente Vladimir Putin señaló que 1917 había sido una tragedia para Rusia. Los fracasos no se conmemoran, pese a sus buenas intenciones. Tampoco se identifica con el zarismo de Nicolás II. Su nacionalismo político parece no tener historia. Paradójicamente, y a pesar de su tradición imperial —que Putin no niega— Rusia nunca ha sido un actor importante en la globalización. Compramos lo Hecho en Japón. Después lo Hecho en China. Lo Hecho en Rusia nunca llegó. Su imperio es político y territorial. Su carácter de superpotencia en el siglo XX se acotó a su poderío militar y a sus materias primas.
En el otro extremo está Estados Unidos. Potencia económica, política, militar y comercial. La gran potencia del siglo XX. Primer promotor del liberalismo político. Arquitecto y principal beneficiario de la globalización. Otrora guardián de la seguridad global. Ahora su gobierno propugna por un nacionalismo que los coloca contra el mundo en lugar de frente al mundo. De un nacionalismo que proyectaba valores políticos y prácticas económicas, a un nacionalismo defensivo, excluyente y reduccionista. De un nacionalismo de amplio espectro étnico, cultural e ideológico, a un nacionalismo monocromático, rígido e intolerante.
En la visión de quienes gobiernan actualmente Estados Unidos y Gran Bretaña, la reafirmación de lo propio significa la negación del otro. Sólo con mis reglas. Para los asiáticos es un tema de armonías. Me reafirmo en la medida en que soy capaz de interactuar con el otro a sabiendas de que no todos nuestros valores coinciden, pero tenemos puntos de convergencia.
Después de dos conflagraciones mundiales, la visión de la posible armonía —que siempre tendrá limites por las diferencias histórico culturales— derivó en el sistema multilateral de nuestros días. Por necesidad y por conveniencia. El reconocimiento simultáneo de diferencias y puntos de convergencia. La Unión Europea es el mejor ejemplo del nacionalismo proactivo.
En el mes de febrero se convocó en la Ciudad de México una marcha ciudadana en contra de Donald Trump. Nacionalismo defensivo y por oposición. Su mismo juego. Si la consigna hubiera sido en solidaridad con nuestros paisanos en Estados Unidos, la reafirmación nacionalista hubiera sido en positivo y no en negativo. Resulta inaplazable fortalecer el nacionalismo proactivo, incluyente y participativo, que busque las armonías y no la confrontación.
Consultor en temas de seguridad y política exterior.
herrera@coppan.com
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