La detención de Javier Duarte admite una triple lectura. Por un lado, está claro, que para el régimen el cumplir con una orden internacional de aprehensión es un avance en su estrategia de presentarse ante la opinión nacional e internacional como un gobierno comprometido con esa agenda. No debe ser cómodo para un gobierno estar emitiendo fichas internacionales de busca y captura de quienes fueron sus militantes distinguidos y gobernadores de entidades federativas impulsados por sus siglas. Los podrán expulsar, renegar de ellos, incluso decir que fueron unos traidores a su causa, pero en última instancia el desgaste que supone para ese instituto político es innegable. Con los tiempos que corren en países como Brasil. Perú o Colombia, México no puede jugar a su particularismo y apostar que la corrupción y el desfalco de las finanzas públicas forman parte de una, llamémosla así, “cultura política nacional” que ha acuñado frases tan poco afortunadas como: “roban pero crean prosperidad” o “lo que en política se compra con dinero resulta barato”.

Ese esquema de hacer política hoy está en crisis, pero como vemos tiene mil formas de resistirse. Y el primer síntoma es minimizar el hecho y decir que no tenían necesariamente vínculos con el crimen organizado. Algo así como: robó pero nunca se metió con Los Zetas. Si México quiere efectivamente mostrarse comprometido en la lucha contra la corrupción debe demostrar que la detención de Duarte no es más que el inicio del camino y no saldrá del proceso con una fianza ridícula. Ahora bien, a pesar de la red de protección que permitió a Duarte fugarse y esconderse durante varios meses, finalmente es detenido en Guatemala. Para el gobierno era una necesidad casi ineludible hacerlo en la medida en que buena parte de los servicios de seguridad estaban en entredicho. No era creíble que con todo el despliegue tecnológico de que disponen para seguir a sus objetivos no hubiese un rastro claro de alguna llamada telefónica o alguna operación bancaria que permitiera ubicar el paradero del ex gobernador de Veracruz. Una vez resuelta esta necesidad política de detenerlo esperamos que el aparato de justicia opere con autonomía.

El segundo ángulo de lectura es menos alentador y sugiere que en México la estructura gubernamental simple y llanamente sigue siendo una forma de extraer rentas. De otra manera no se explican tantas administraciones fallidas y tantos gobernadores millonarios. Este país sigue marcado por esa cultura alemanista que consideraba que los negocios y la política no sólo no están reñidos, sino que conviven con inquietante promiscuidad.

El tercer ángulo de lectura es todavía más inquietante porque no solamente reconoce que la lucha contra la corrupción en México no ha sido una prioridad, ni tampoco se ha extirpado ese modelo de enriquecimiento a través de la política sino que reconoce abiertamente que la operación fuera y en contra de la ley es algo que nuestras élites consideran no solamente tolerado sino incluso funcional. Y esta es la naturaleza profundamente antinómica del Estado mexicano porque por un lado dice que debe cumplir la ley y protesta hacerla cumplir y por otro lado considera que sus integrantes pueden incurrir en comportamientos claramente delincuenciales que por una maniobra políticamente biempensante ubican en una órbita tolerable y separada de lo que sería el crimen organizado puro y duro. Pero es una distinción artificial. No hay tal cosa en estos tiempos como una corrupción kósher y no kósher. Durante décadas hemos tenido la hipocresía de distinguir entre delitos graves (secuestro o drogas) y otros como la fayuca o el tráfico de permisos así como la venta de usos de suelo a los que se les otorga una menor gravedad, pero la verdad es que un Estado que no reprime desde sus más altas esferas este tipo de comportamientos cada vez tiene más difícil distinguir entre corrupción políticamente aceptable para ellos y delincuencia pura y dura. Hoy se da cuenta que la Interpol los detiene por igual.

Analista político.

@leonardocurzio

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