Se ha convertido en un asunto recurrente, en distintos medios, la afirmación de que existe una crisis de credibilidad entre el Estado y la sociedad. Un país enfrentado a sí mismo representa una paradoja y, al mismo tiempo, una condición que limita, de manera importante, cualquier avance que se pretenda impulsar, desde el ámbito gubernamental, o la voluntad de sumarse a un esfuerzo común, por parte de los ciudadanos.

Distintos niveles de frustración en torno a las dificultades de la cotidianeidad generan percepciones que, a veces, adolecen de objetividad. Más aún, la influencia sobredimensionada de algunos formadores de opinión, los prejuicios, o hasta la aplicación excesiva de la llamada “corrección política” abonan a generar conjuntos de ideas que son adoptadas, de manera acrítica, por una parte de la opinión pública.

Existen, en la convivencia social, una serie de variables dependientes e independientes que deben ser debidamente calibradas para obtener resultados favorables. Desde una perspectiva sistémica, pretender controlar variables independientes resulta inútil. Pero analizar, prever y cambiar conscientemente lo que sí queda bajo nuestro control constituye, esencialmente, una toma de responsabilidad sobre nuestros actos.

En la gestión pública hay una serie de herramientas, ‑muchas de ellas surgidas del ejercicio de la auditoría gubernamental‑, que permiten a las instituciones estatales crear condiciones de mayor credibilidad en sus actos, y por consecuencia, generar confianza entre la ciudadanía.

Los entes públicos, por ejemplo, deben facilitar a los usuarios la presentación de quejas y denuncias respecto a su desempeño, garantizar el anonimato del demandante y actuar de manera efectiva si hay fundamento para hacerlo. Asimismo, es indispensable que el funcionario gubernamental participe en talleres de integridad que permitan detectar brechas que faciliten el incurrir en actos dolosos.

Si la corrupción debe ser abatida, será preciso que exista una familiarización del servidor público con elementos como la evaluación de riesgos, la aplicación del contenido de códigos de ética y de conducta, así como acerca de la figura del conflicto de interés. Además es importante contar con una capa de supervisión adicional, ejercida a través de las llamadas contralorías sociales, por la ciudadanía beneficiaria de programas y políticas públicas.

Asimismo, los Órganos Internos de Control y las Entidades Fiscalizadoras Superiores deben fortalecer sus perfiles, puesto que tienen a su cargo la importante labor de defender los intereses de la ciudadanía respecto al uso de los recursos públicos, así como velar que existan sanciones efectivas y conforme a la ley para quienes incurran en acciones delictuosas.

Actualmente, pretendemos darle al país un Sistema Nacional de Fiscalización, que se signifique por ser un programa público integrado, que abarca la totalidad de los elementos arriba mencionados, y que tiene como meta eliminar duplicidades y alcanzar una mayor cobertura que la proporcionada, de manera independiente, por las instituciones que lo forman.

Adicionalmente, hay un par de elementos que resultan útiles, no sólo administrativamente, sino también para la vida personal; la coherencia en las acciones, y hablar de manera directa y sencilla, diciendo simplemente la verdad.

Ciertamente existen muchos asuntos técnicos a resolver para avanzar en esta senda, pero puedo afirmar que, actualmente, existe la voluntad de hacer algo al respecto. Y la voluntad es tal vez el principal componente para alcanzar un nivel superior de confianza en la gestión pública.

Auditor superior de la Federación

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