Los resultados de la elección del pasado domingo, deben de servir para reflexionar qué tan importante es, el que quien gane la elección presidencial del 2018, tenga condiciones mínimas de gobernabilidad para sacar adelante al país. De los tres estados donde hubo elección para gobernador, en dos de ellos: Coahuila y Nayarit, el candidato que resulte ganador obtendrá aproximadamente el 38 por ciento de los votos; y, en el caso del Estado de México, ni siquiera eso, a uno de los candidatos le bastará con obtener el 33 por ciento de los votos para ganar la elección y gobernar la entidad más poblada de nuestro país. Esto quiere decir que los tres gobernadores electos, tendrán solamente el apoyo de aproximadamente una tercera parte de los que acudieron a votar, que de acuerdo con el padrón electoral, apenas son un poco más de la mitad de los ciudadanos que se encuentran enlistados.

Lo que seguramente veremos en la elección del 2018, no parece que vaya a ser muy diferente a lo que aconteció en los procesos locales del pasado domingo. La pluralidad, que es una realidad en México y que todo indica llegó para quedarse, ha hecho que el voto se atomice. Casi en cualquiera de los escenarios probables, con la legislación vigente, se ve casi imposible que quien llegue a ser el próximo Presidente de la República pueda obtener más allá del treinta y cinco por ciento de la votación, con todas las complicaciones que eso implica para la gobernabilidad del país.

La percepción de la ciudadanía de que la democracia es incapaz de resolver los problemas sociales va en aumento. Las personas asocian democracia con parálisis, con inacción y, lo que es peor, con corrupción y con impunidad. En la medida en que va en aumento el distanciamiento entre las demandas de la sociedad y las respuestas de los gobiernos, se va también abriendo la puerta a la posibilidad de un cambio político involutivo. Por la puerta que deja abierta el desencanto social hacia la democracia, puede entrar el autoritarismo o el populismo. Este último, por cierto, que tan bien definiera Enrique Krauze en su artículo del pasado domingo en Reforma: “El populismo es el uso demagógico de la democracia para acabar con ella”.

México ya no es el mismo y requiere una transformación de fondo para restaurar la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas. En las últimas décadas, el sistema político mexicano cambió radicalmente: ha pasado, de manera gradual, de un régimen de partido hegemónico que se caracterizaba por la monopolización de los espacios de decisión política, a un régimen en el que distintos actores compiten democráticamente entre sí por el respaldo del electorado y tienen, además, la posibilidad real de acceder al poder político. Tenemos que reconocer que las reglas y las instituciones que nos hemos dado, si bien han servido para darnos elecciones confiables en las que el voto cuenta y se cuenta bien, no favorecen la gobernabilidad. Esto debería de ser una razón suficiente para un compromiso de todos los actores políticos para remediar la situación, modificando las reglas para acceder al poder, y garantizando a quienes lo logren mayores espacios para la gobernabilidad democrática.

Hoy más que nunca es indispensable establecer en nuestra legislación electoral la segunda vuelta, para poder tener un Presidente con el respaldo de más de la mitad de los electores. Aún hay tiempo de reformar la Constitución y hacer las modificaciones necesarias a las leyes secundarias. Con la segunda vuelta, México estaría entrando de lleno al mundo de los gobiernos de coalición que, sin duda, garantizan una mayor gobernabilidad y un mayor respaldo ciudadano a la democracia. Urge construir una ciudadanía más vigorosa. Mecanismos como la segunda vuelta apuntan en esa dirección.

Abogado.
@jglezmorfin

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