Los cambios en el gabinete de la semana pasada reacomodan el tablero de la sucesión  presidencial. Pero no hay acuerdo entre analistas y observadores en qué sentido se da esto. Algunos ven a Miguel Ángel Osorio fortalecido, al haberse removido a su principal rival no sólo como candidato, sino dentro del propio gobierno. Hay quien lo da ya por seguro candidato. Otros en cambio, leyeron la frialdad con la que lo trató el presidente durante el cambio de carteras, y lo descartan prematuramente. Algunos vieron en el ascenso de José Antonio Meade un incremento de sus probabilidades, mientras otros interpretan que por el contrario, sus nuevas responsabilidades lo eliminan de la baraja. Y otros encartaron ya a Luis Miranda. Por otra parte, a muchos preocupa que Meade siga buscando esa candidatura, y por ello descuide sus tareas en Hacienda. Hay en todo esto un problema de fondo, propio de las reglas no escritas heredadas del régimen hegemónico; que los candidatos del partido gobernante (antes sólo el PRI) o los favoritos del presidente en turno, surgen exclusivamente del gabinete. Lo que se traduce en discordias dentro de los propios secretarios-aspirantes (como lo hemos visto en este gobierno) y el descuido de sus responsabilidades en aras de promover su candidatura. Podrían muy bien surgir los candidatos de entre los gobernadores o incluso senadores (como en otros países), si bien existe el problema de que quienes han sido sólo gobernadores creen que gobernar el país es igual que gobernar a su estado (ocurrió con Fox y ahora con Peña Nieto). El  problema no es de fácil solución.

Otra regla no escrita pero vigente es que el candidato del partido gobernante, surge lo más tarde posible para no opacar anticipadamente al presidente en turno. No había problema cuando el candidato del PRI era en automático el ganador. Pero desde que existe competitividad electoral y la consecuente posibilidad de alternancia, eso se convierte en una desventaja para el candidato del partido gobernante (o en todo caso, para el favorito del presidente en turno). Ahora, quien se adelanta a los tiempos tiene más probabilidad de ganar que quienes esperan hasta el final. Así ocurrió con Fox en 1997, quien rebasó lo mismo a Cuauhtémoc Cárdenas que a Francisco Labastida. Y cuando Felipe Calderón se adelantó en su aspiración —lo que le costó salir del gabinete— tomó ventaja al favorito presidencial, Santiago Creel (considerando que en el PAN el hombre del presidente no es en automático el candidato, como sí ocurre en el PRI). Lo mismo sucedió con Josefina Vázquez Mota, quien se le adelantó al tardío Genaro Borrego y le ganó la candidatura, precisamente porque Borrego no pudo salir más temprano al formar parte del gabinete. Peña Nieto se adelantó a todos y ganó la candidatura, pero en ese entonces el PRI no era partido gobernante.

Cuando el PRI está en el gobierno, generalmente el elegido por el presidente será el candidato de su partido. Pero justo por eso ahora la fecha de su “destape” será necesariamente tardía frente a los aspirantes y candidatos de otros partidos. Ni qué decir que el adelantado destape de López Obrador le ha dado ventajas. Aun en el PAN, pese a haber dos precandidaturas fuertes, ya se manejan en la opinión pública como tales y se posicionan. En cambio el candidato del PRI aparecerá a fines del año que viene —en medio del tradicional futurismo especulativo, donde se interpretan incluso gestos y caras— ya cuando los demás candidatos o precandidatos hayan tomado bastante posicionamiento. Adelantarse no garantiza el triunfo, pero sí ayuda. La lógica tradicional en el PRI impide ahora que su candidato aparezca con suficiente tiempo para posicionarse mejor. Desde luego, esa no es la única razón por la que el PRI pueda perder en 2018. Las causas sobran. Pero sin duda esta es una variable más que se constituye como desventaja para el partido gobernante. ¿Cómo cambiar esa regla sin debilitar aún más y de manera anticipada la menguante figura presidencial? No está fácil.

Profesor del CIDE

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