Por donde se le quiera ver, el presidente Peña Nieto no podía dejar pasar más tiempo sin tomar una posición firme frente a las agresiones de Donald Trump a México y los mexicanos, aunque seguirá el debate sobre si fue acertado hacerlo, o si tardó en dar ese paso.

Hasta esta semana parecía haber dominado la posición más tradicional que ha desaconsejado a los presidentes mexicanos hacer o decir algo que pudiera interpretarse como intervención o toma de partido en las elecciones de otro país. En el caso de Estados Unidos, a esta posición principista se unía el cálculo pragmático sobre el riesgo para México de que su presidente no acertara en su toma de partido en la elección de la superpotencia vecina, con la consecuente animadversión del vencedor.

Y ya en el caso del vociferante precandidato republicano, otra postura renuente a una toma de posición del presidente de México se sustentó en el cálculo de que la agresividad antimexicana de Trump sólo era una pose electorera de la que se despojaría al llegar a la Casa Blanca. En este mismo grupo partidario de mantener a distancia a Los Pinos del herradero republicano del otro lado de la frontera, se ubicaban los analistas más atentos al análisis del discurso primitivo del magnate, de su grotesco lenguaje corporal y facial y de la fila de enemigos identificados contra los que despotrica en cada plaza.

Efectos del discurso. Y es que, a la vista de esa larga fila —que va de sus oponentes domésticos al papa Francisco, pasando por los musulmanes y los migrantes, especialmente los mexicanos— este grupo de análisis no había considerado recomendable responder a las provocaciones de quien era visto como un fenómeno pintoresco sin futuro. Y, a sus diatribas, tan irrelevantes como las de un borracho pendenciero en el vecindario. O como la intrascendente diversión de un magnate ocioso, en los términos en que pareció considerarlo Vargas Llosa en un principio.

Pero como lo sugerimos aquí hace un par de semanas, al margen del proceso electoral estadounidense y de sus resultados, el discurso de Trump ya está generando, entre sus crecientes seguidores, efectos cognitivos distorsionantes sobre México, actitudes de odio y desprecio contra los mexicanos e, incluso, comportamientos beligerantes contra nuestros paisanos en Estados Unidos.

Hay que ver las imágenes y las crónicas de sus actos de campaña en los que la sola mención del nombre de México provoca reacciones hostiles. O las veces en que la aparición de un mestizo inconforme en sus concentraciones genera el grito destemplado de ¡sáquenlo! del mismísimo precandidato, seguido de su lamento de que el intruso mexicano no salga en camilla, sino sólo escoltado por un guardia civil.

Última llamada. Y aquí adquieren relevancia estos primeros llamados de alerta del presidente Peña Nieto ante agresiones verbales en vías de devenir acciones de hostilidad antimexicana, sea que se emprendan o no en campañas políticas del exterior. Porque incluso si se quiere seguir con la metáfora del briago del barrio, estaríamos no sólo ante una embriaguez que saca a la luz lo peor de un vecino ‘con mala uva’, sino que despierta a su vez en sus numerosos acompañantes de francachela emociones perturbadas de temor y agresividad frente a ‘los otros’, con el riesgo de convertirlas en turbas cegadas por el odio racial.

Está finalmente la discusión sobre si el Presidente tardó en concurrir a esta agenda, o si no lo hizo en un medio en inglés, como paradójicamente se lo reprochó el conductor estelar de la televisión en español de EU. Pero, por un lado, la alerta del Presidente mexicano fue recogida —de EL UNIVERSAL y Excélsior— por los principales medios, angloparlantes o no, del planeta. Y su mensaje llega al momento en que, de acuerdo con el Washington Post de ayer, los políticos profesionales del Partido Republicano se disponen a ir con todo contra la postulación de Trump hacia la convención de julio. Y esta puede ser la última llamada para evitar lo peor.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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