Si por identidad entendemos todo aquello que, según nosotros, nos hace distintos a los demás y ser lo que somos, ¿qué ocurre cuando esas peculiaridades desaparecen? Despojar a un hombre de los accidentes con los que suele identificarse a sí mismo es lo que ha logrado el programa Solos, del History Channel. Consiste en lo siguiente: colocan a diez hombres en islas frente a la costa de Vancouver, una región silvestre que goza de una saludable población de lobos, osos y pumas. Su clima, húmedo y helado, es brutal. Los participantes llevan algo de equipo, incluido el de grabación; no van con ellos camarógrafos ni productores. También cargan con un teléfono satelital que sirve para que los rescaten: el último en usarlo gana el concurso y medio millón de dólares.

En el capítulo más reciente, Lucas, sin duda el más ambicioso de los concursantes (en unas semanas construyó un auténtico refugio, una lancha, una guitarrita primitiva), grabó un monólogo frente a la cámara en el que cuestiona su lugar en el mundo. También confiesa sus inseguridades, habla de sus fracasos como músico y deportista, y concluye: estoy aquí porque tengo 32 años y no he logrado nada.

En el bosque, espiritualmente desnudo, Lucas descubre la fragilidad de todas las cosas, desde las concretas –como sus posesiones– hasta las inmateriales –como sus anclas identitarias– y encuentra que ese cúmulo de características que durante toda la vida construyó resulta, de pronto, evanescente.

Desprovisto de sus recubrimientos, llegado a su mínima expresión, a Lucas todavía lo define el impulso de sobrevivir, lo sepa o no. Y hay, apenas, un poco más: privado de la epidermis, llevado a su núcleo, Lucas sigue sin ser igual al resto de los participantes y se confirma como un alma particular e indivisible, atómica.

Es precisamente esa piedra rebajada y pulida, llevada a su centro hasta que no queda nada que restarle, la semilla de lo que Lucas –o cualquiera de nosotros– es.

@caldodeiguana

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