Aquella vez, las oficinas en el edificio de cristal se habían vaciado hacia las siete de la tarde. Ciertos cubículos –los más desarrapados– guardaban el orden de las cosas abandonadas a medio hacer, como si sus ocupantes hubieran huido, apurados por alguna tragedia inminente.

En el piso diez, por el ventanal del ejecutivo que, solitario, aún tecleaba con eficacia, se veían los primeros nubarrones del verano; negros y ominosos, sobrevolaban las casas miserables de la colina de enfrente.

La oficina del financiero contenía lo indispensable. El escritorio resumía un teclado, un monitor y un fichero repleto de papeles ennegrecidos por una caligrafía apretada y perfecta. La impresora se guardaba en un gabinete a la medida. Los cables de cada aparato viajaban juntos, unidos por cintillos transparentes siempre a la misma distancia uno de otro, hasta el esplendoroso calzado del ejecutivo. La única licencia personal en la oficina era la fotografía de un velero; era de una quilla, de madera natural, y estaba decididamente ladeado a favor del aire, al borde del ahogamiento.

Cuando estaba a punto de desaparecer, el sol –que había permanecido oculto en el vientre oscuro de las nubes– tiró una hebra de luz que fue a dar a la única casa blanca de la colina mísera. La casa y el árbol en su fachada relumbraron con el rayo, y aquel estallido de luz inusitada obtuvo la atención del financiero, quien dejó de teclear, posó su mirada más allá del monitor, estiró la espalda: por fin se paró.

Encarando al ventanal, el ejecutivo descansó sus manos sobre su cinturón. Como a la oficina la dominaban las tinieblas, su silueta se recortó nítida contra la exaltación del paisaje. Afuera, el zarpazo de luz diluía a la casa en salpicaduras de bronce, y el resto del mundo pareció de pronto suspendido y atónito.

No había menguado la potencia del sol cuando, de improviso, el ejecutivo jaló el tirante de la persiana –que cayó dando un golpe–, se sentó de nuevo en el asiento de piel, de un aplauso descorazonado hizo encender la luz automatizada... Y siguió tecleando.

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