Son muchos los hombres atraídos por niños y adolescentes; los encontramos en todas las situaciones de contacto directo y duradero entre las generaciones, de modo que pedófilos los hay entre educadores, médicos, psicólogos, entrenadores deportivos, militares, artistas y clérigos. Hoy me limito a tratar el asunto de los sacerdotes, porque su prestigio tradicional, ya no tan abrumador pero todavía importante, vuelve su conducta especialmente escandalosa.

En México hemos tenido el caso, de cierta manera ejemplar por mayúsculo, del P. Marcial Maciel, un hombre que fue capaz de ganarse la confianza absoluta del papa Juan Pablo II. Hoy le toca a Argentina, patria del papa Francisco, descubrir varios casos de pedofilia eclesiástica, porque las cosas han empezado a cambiar en la Iglesia y en la sociedad, no solamente de aquel país, sino del mundo. Los niños se atreven a contar a los padres lo que estuvieron a punto de sufrir o lo que sufrieron. En mis años mozos, jamás se nos hubiera ocurrido; todos sabíamos, en primer año de secundaria, que no había que quedarse en los vestidores de la alberca o del gimnasio, a solas con el maestro X. De la misma manera, nos burlábamos del sacerdote amanerado que daba el catecismo e intentaba ganarnos con paletas. Pero ni una palabra a los adultos. Todo quedaba en nuestra pequeña república de niños.

Hoy hay menos distancia entre padres e hijos; los padres han dejado de ser incrédulos, en gran parte gracias a la publicidad dada por los medios de comunicación y la Iglesia, rudamente criticada desde afuera como desde adentro, ha empezado, lentamente, nunca completamente, primero a admitir, luego a entender lo que le ha pasado, lo que pasa todavía. Entender es más difícil aún que confesar.

Cada vez son más los padres de familia católicos que recurren al obispo para denunciar al agresor, y cada vez son más numerosos los que recurren a los tribunales. El caso que hace más ruido en este momento es la denuncia a la justicia argentina de las violencias sexuales cometidas por dos sacerdotes contra niños sordos en La Plata y en Mendoza. Uno de los dos acusados había sido denunciado por la misma conducta, en Verona, Italia, muchos años antes; la solución había sido la practicada por la Iglesia hasta hace pocos años: desplazar al culpable. En este caso lo mandaron a Argentina. Recuerdo un caso semejante en mi ciudad de Provenza: el arzobispo desterró al cura de su parroquia urbana y lo mandó de cura a un pueblito a unos veinte kilómetros de la ciudad. No sé si el hombre volvió a “molestar” a los pequeños scouts.

En Francia, el procurador de Lyon clausuró el 1° de agosto del año pasado el expediente preliminar abierto por “no denuncia de agresiones sexuales cometidas contra menores de 15 años”, en los años 1970-1990, por un capellán de scouts. Del punto de vista judicial, el asunto había terminado, pero causó mucho ruido porque la queja había sido presentada, por antiguas víctimas, contra el cardenal y arzobispo de Lyon. Del punto de vista eclesial, el problema sigue de pie y, como no hay mal que por bien no venga, la decisión de la justicia llevó una católica a publicar un libro intitulado Historia de un silencio (octubre 2016). La autora, Isabelle de Gaulmyn, sabe de qué habla, porque ella y sus hermanos fueron scouts en el grupo asesorado por el tal capellán. Denuncia el silencio de toda una comunidad, no solamente de los obispos sucesivos y del clero, también de los padres que no supieron ver o escuchar a su niño, a su niña. Ella misma hace su crítica personal: en 2004, supo por un amigo sacerdote que algo andaba mal, ella le contó al cardenal los rumores de agresiones sexuales cometidas por el sacerdote; luego “me despreocupé de lo que había sido del sacerdote, de lo que había hecho o no el cardenal”. Al sentirse culpable, escribió el libro. ¡Qué bueno!

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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