Fue inevitable conocer la noticia. Aunque ya no hay vendedores que voceen las ocho columnas de los periódicos de la tarde porque han dejado de existir la “extra” y los periódicos de la tarde; la radio, la televisión, las conversaciones no dejaban de propagar incesantemente que había muerto un cantante.

Tampoco parecía posible ignorar sus canciones; desde hace años se oyen en el cabaret, en la Plaza de los Mariachis, en palenques, en teatros, en burlesques, en fiestas, en cantinas y taquerías, en el mercado, en el camión, en el metro, en el taller mecánico, en los puestos callejeros, en muchas casas. También su figura se ha reiterado en periódicos y revistas, en la televisión, en carteles, en el cinematógrafo, en estatuas. Se le conocía como Juan Gabriel, aunque le hubiera gustado llamarse Adán Luna, y su nombre de bautismo era Alberto Aguilera Valadez. Se trataba de un inocente que no intentaba disimular su amaneramiento y cuya ingenuidad quizá le permitía arriesgarse a audacias que en otros hubieran resulatdo atrozmente ridículas. Improvisaba lúdicamente, provocando, divirtiéndose. Sus composiciones suelen estar hechas de despropósitos musicales y literarias. Y sin embargo, terminó por convertirse en un personaje peculiarmente legendario, con algo de genial, que marcó una época.

El domingo en que murió se suscitó un homenaje espontáneo alrededor de su estatua en Garibaldi, en el cual ancianas y jóvenes vestidas de luto le llevaron flores, había hombres que lloraban, algunos le encendían veladoras, no pocos tomaban fotos con sus telefonitos y los mariachis no callaron, por lo que los dolientes cantaban eufóricamente y quizá bebían no sólo para olvidar. Entre aquellos que cantaban con mayor fervor podía identificarse a Juan Gabriel.

No era un fantasma ni su alma en pena ni alguna proyección cinética. Juan Gabriel se encontraba entre sus numerosos dolientes. Se le podía reconocer por su peinado, por sus rasgos, por su vestimenta, por sus ademanes, por sus gestos al cantar.

Yo hubiera querido descubrir en él a un autómata, como los androides que algunos doctores en Ciencias Ocultas se preciaban de poder crear, como el que se atribuía a Alberto Magno, que lo utilizaba como portero y que destruyó Aquinas rompiéndolo en pedazos, o como Psycho, que jugaba cartas, o Zoe, que dibujaba, a los cuales exhibió J. N. Maskelyne a finales del siglo XIX en el Egyptian Hall de Londres. Temí que pudiera ser producto de algún experimento genético como aquel que logró en un laboratorio una reproducción idéntica de la oveja Dolly a la que llamaron clon. Inevitablemente, pronto me resigné a comprender que no era más que un doble.

Es sabido que todo hombre tiene por naturaleza un doble y que la proliferación de eso que llaman “humanidad” puede deparar más de un doble. El encuentro con él resulta fatídico. Sin embargo, el destino del doble de Juan Gabriel habría sido una elección. Originalmente no sería el doble de Juan Gabriel, sino acaso el de algún desconocido. Sin embargo, con rigor y paciencia, habría ido convirtiéndose en otro, en aquel que puede inferirse que admiraba, a emular sus ademanes, gestos, rasgos que lo distinguían, y que en el caso se revelaban inconfundiblemente característicos, a vestirse con ropas semejantes, de una extravagancia singular, a peinarse como él. Quizá logró convertirse íntimamente en el doble de Juan Gabriel, aunque es obvio que muchos lo considerarían un simple imitador.

Con la muerte de Juan Gabriel, su doble parecería condenado a repetir perpetuamente los mismos gestos, los mismos ademanes, las mismas expresiones, el mismo vestuario, a cantar las mismas canciones, a no poder envejecer, a transformarse en un autómata. Y quizá no sea el único doble de Juan Gabriel.

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