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En el otoño de 1946, observó el corresponsal del periódico sueco Expresen, Stig Dagerman, la gente solía pedirle al forastero que confirmara que su ciudad era la más incediada, destruida y arrasada de toda Alemania. “No se trata de encontrar consuelo en la aflicción”, escribió en Otoño alemán; “la propia aflicción se ha convertido en consuelo. Esas mismas personas sienten desaliento cuando se les dice que se han visto cosas peores en otros lugares. Y quizás uno no tiene derecho a decirlo; cada ciudad alemana es la peor cuando hay que vivir en ella”. Berlín tenía sus campanarios amputados y sus palacios gubenamentales estaban en ruinas. La estatua del rey Ernesto Augusto “sentado sobre el único caballo gordo de toda Alemania” era de lo escaso que se había salvado sin daños en Hannover. Hessen era “una pesadilla de desnudas y frías construcciones de hierro y de muros de fábricas derrumbadas. En Colonia, los tres puentes sobre el Rin estaban bajo el agua. En las pequeñas ciudades de Renania, podía verse, “cual costillas, las vigas de madera de las casas destruidas por las bombas”. Sin embargo, Dagerman creía que si uno se obstinaba en ver “no una ciudad en ruinas sino un paisaje de ruinas, más desolado que un desierto, más salvaje que una montaña y tan fantasmagórico como una pesadilla, quizá sólo hay una ciudad que esté a la altura: Hamburgo”.
Refiere asimismo que sólo los forasteros observaban las ruinas con interés. Entre Hasselbrook y Landwehr, que había sido una de las zonas más pobladas de Hamburgo, no se veía a ninguna persona; sólo restos de destrucción: automóviles quemados entre los escombros, tuberías de agua “que salen de las ruinas como reptiles de metal”, vigas retorcidas. “Vagamos por este abandonado cementerio sin fin en el cual es imposible orientarse ya que no hay nada que distinga una manzana de otra. En lo que todavía queda de una pared, hay un letrero con un nombre de calle que parece burlarse de nosotros; de otra casa sólo queda el portal coronado con un número sin sentido. Los letreros de las viejas verdulerías o de las carnicerías, que han sido enterrados bajos los escombros, asoman de la tierra como epitafios, pero de repente chispea una luz en el sotano de la casa de al lado”.
Ciertos indicios, como esa luz del sótano, como el humo de las estufas entre las grietas de las paredes derruidas, como las carreolas para recién nacidos que aguardaban delante de los respiraderos podían revelar que en la quietud de esas ruinas los sobrevivientes proseguían inexorablemente con su existencia. “La Ópera de los tres centavos fue representada en muchos lugares de Alemania durante ese año y fue recibida con entusiasmo, pero se trataba ya de otro entusiasmo: lo que antes había sido una crítica social corrosiva, una carta a la responsabilidad social escrita con agudeza diabólica, se había convertido en el gran himno de la irresponsabilidad social”. La apatía y el cinismo, advertía Dagerman, “caracterizaron también la reacción ante los dos sucesos políticos más importantes: las ejecuciones de Nuremberg y las primeras elecciones libres”.
Aunque había nacido en mayo de 1944 en Wertach, en los Alpes de Allgäu y era “uno de los que casi no se vieron afectados por la catástrofe que se produjo entonces en el Reich alemán”, W. G. Sebald confesaba que cuando veía en la televisión imágenes en blanco y negro de la Alemania devastada, tenía la “nítida sensación de que ése es mi origen y mi territorio”. Sin embargo, le intrigaba que los alemanes parecían haber abjurado de sus recuerdos, lo cual quizá, según escribió en Sobre la historia natural de la destrucción, “tenía algo que ver con el fracaso (en cierto modo totalmente incomprensible) ante la fuerza de la absoluta incertidumbre surgida de nuestras cabezas maniáticas del orden. A pesar de los denodados esfuerzos por la llamada superación del pasado, me parece como si los alemanes fuéramos hoy un pueblo sorprendentemente ciego a la historia y sin tradiciones”. Sospechaba que ese olvido podría proceder de la legendaria reconstrucción alemana, “realmente digna de admiración, después de la devastación causada por el enemigo, una reconstrucción equivalente a una segunda liquidación, en frases sucesivas, de la propia historia anterior, impidió de antemano todo recuerdo; mediante la productividad exigida y la creación de una nueva realidad sin historia, orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y la obligó a callar sobre lo que había sucedido”. Pero quizá también la atrocidad se había impuesto en la forma de la amnesia. En 1970, Alexander Kluge escribió un texto acerca de “El raid aéreo sobre Halbertstadt del 8 de abril de 1945”, en el cual citaba a un psicólogo militar estadounidense que, basándose en conversaciones con sobrevivientes, tenía la impresión de que “la población, a pesar de su innato gusto por narrar, había perdido la capacidad psíquica de recordar, precisamente dentro de los confines de las superficies destruidas de la ciudad”. Tampoco las palabras parecían propicias para rememorar los hechos. “La verdad de la destrucción total “, sostenía Sebald, “incomprensible en su contingencia extrema, palidece tras expresiones aproximadas como ‘pasto del fuego’, ‘noche fatídica’, ‘envuelto en llamas’, ‘infierno desencadenado’, inmensa conflagración’, ‘espantoso destino de las ciudades alemanas’ y otras parecidas”.
El pasado mes de mayo se celebró en Moscú el fin de la guerra con un ingente desfile militar.
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