La corrupción es un fenómeno global, pues de acuerdo con el Índice de Transparencia Internacional, dos terceras partes de los 168 países estudiados tienen una calificación reprobatoria en la materia (por debajo de 5 puntos).

La puntuación de México apenas alcanza 3.5, pero ésta se agrava por los elevados índices de corrupción que alcanzan el 98%.

En nuestro país, la corrupción no sólo no se castiga, sino que se incentiva, justamente porque los actos de corrupción no tienen consecuencias: no se sancionan.

La corrupción no es nueva para nosotros, pero la percepción sobre el fenómeno ha crecido a tal punto que se ha convertido en el segundo problema más importante para los mexicanos, sólo después del que se percibe por la inseguridad que, por cierto, está alimentada y cobijada por la misma corrupción.

Los actos de corrupción por el mal uso y el abuso del poder en beneficio personal
son cada vez más visibles y agraviantes; se extienden por todo lo largo y ancho de nuestra vida social, abarcando tanto los sectores públicos como los privados, además las cifras de recursos públicos involucrados en los desvíos alcanzan montos multimillonarios.

La corrupción no es cultural, no es parte del DNA de los mexicanos, pero está tan profundamente arraigada en nuestras estructuras de convivencia que ha impregnado nuestro imaginario colectivo, presentándose como un elemento “normal” de nuestro horizonte social.

La falta de capacidades de nuestras estructuras institucionales, las deficiencias profesionales de nuestros servidores públicos y los ineficaces mecanismos de control han hecho que la corrupción se filtre por todos los rincones de las oficinas gubernamentales y de las relaciones entre la sociedad y el poder.

Hoy, sigue siendo menos costoso para las personas ofrecer “mordidas” o “moches” que invertir tiempo y esfuerzo en atenerse a los complicados e inciertos procedimientos burocráticos. La corrupción del día a día, en las ventanillas de trámites o de pagos por servicios públicos, ha resultado funcional a la ineficacia de nuestras estructuras administrativas.

Es cierto que hay diferentes grados de corrupción, dependiendo de la posición de quienes participan en dichos actos, de si están en las altas esferas del poder político o no, así como de los montos de recursos públicos involucrados, sin embargo, la corrupción es siempre corrupción, grande o pequeña.

Nuestro problema es la gran tolerancia con que hemos visto, experimentado y hasta participado en actos de corrupción.

La corrupción violenta las bases de nuestra legalidad y por ello es un manto protector para la violencia y la inseguridad que nos aquejan, pero además provoca una frustración social que aleja a los ciudadanos de la participación en la vida pública. Somos una sociedad que no está acostumbrada a denunciar actos de corrupción, en buena medida porque carecemos de garantías de que las denuncias prosperen y sirvan para algo. Cuando existen sanciones, éstas sólo alcanzan a mandos inferiores del andamiaje gubernamental. De acuerdo con el último informe de la cuenta pública de 2015 de la Auditoría Superior de la Federación, de 746 denuncias que ha presentado por actos de corrupción, sólo siete han derivado en una consignación ante un juez. ¿Ello se explica por la ineficacia de las instituciones que persiguen el delito, o es producto de las redes de complicidad que existen?

La corrupción no puede ser combatida con un enfoque meramente punitivo, pero es preciso que se demuestre que quienes la cometen son sancionados. Sólo así podrá irse previniendo. Para enfrentar la gangrena de la corrupción que corre por las venas de nuestra sociedad, es preciso un compromiso social amplio que abarque a entes públicos y privados de todos los niveles de gobierno y que ataque no sólo sus manifestaciones, sino sus causas.

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