No cabe duda que en las últimas décadas hemos avanzado muchísimo en el reconocimiento legal de los derechos políticos y humanos de las mujeres, sin embargo, la cultura machista no sólo sigue arraigada, sino que goza de gran vitalidad, incluso entre los jóvenes que, en principio, están más acostumbrados al discurso de la dignificación de las mujeres. El orgullo machista se hizo palpable en la convocatoria que circuló en redes sociales el 1º de marzo pasado y que se conoció como “arrimón masivo”. El llamado invitaba a acudir con “amigas y botellas” el sábado 4 a la estación Pantitlán de la Línea 1 del Metro de la Ciudad de México para realizar roces de cuerpos masivos en el último vagón del tren para así celebrar (sic) el Día Internacional de la Mujer y posteriormente continuar con la fiesta.

Hasta un día antes, miles de jóvenes hombres y mujeres habían confirmado su asistencia al evento que calificaban de atractivo y muy divertido. Aunque algunos tacharon la convocatoria como una humillación para las mujeres, que daba cuenta de una prepotencia exhibicionista y las autoridades se pusieron en alerta y llamaron a la población a solicitar apoyo a la policía en caso de agresión, lo grave del asunto es que no se haya repudiado con contundencia como una manifestación de profundo desprecio hacia las mujeres. Bajo el disfraz de un acto jocoso, la invitación fue un acto de violencia simbólica hacia las mujeres.

La violencia hacia las mujeres tiene distintas dimensiones, que van desde la verbal o la física que es la más visible y repudiable, hasta la invisible o menos evidente, de carácter simbólico que se oculta detrás de bromas o de juegos y que, con mucha frecuencia se consiente, como en este caso del “arrimón” en que hubo una respuesta positiva de parte de numerosas mujeres. Como dijera Pierre Bourdieu, en los años setenta del siglo XX, al acuñar la idea de la violencia simbólica, se trata de acciones que son propias de una relación social que reproduce patrones de discriminación, en donde los dominados, en este caso las mujeres, no son conscientes de las prácticas desatadas en su contra, convirtiéndose, por ello, en cómplices del acoso que, no por ser virtual es menos agraviante. La violencia simbólica se recrea y retroalimenta en sociedades en las que no sólo existe, sino en donde, como la nuestra, se celebra el predominio machista.

Desde luego que la violencia simbólica se nutre de la violencia física. No es casual que la cantidad de actos de acoso contra las mujeres que ocurren en el Metro hayan llevado a las autoridades capitalinas a desarrollar el programa “Vive segura”, que reparte silbatos anti-acoso para ayudar a las mujeres, y a implantar el llamado Código Rojo para coordinar el monitoreo del transporte colectivo con la Secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad.

Es cierto que tenemos mejor protección frente a la discriminación de género en el plano educativo, lo que se refleja en el hecho de que las instituciones de educación superior registren ya una paridad de género en el ingreso a sus aulas, pero en el terreno laboral, el salario de las mujeres sigue estando por debajo del de los hombres en un 18%. Además, de acuerdo con el Estudio de Perspectivas del Empleo de la OCDE, la brecha de ocupación en México entre hombres y mujeres es de 35%, lo cual contrasta con el resto de los países de dicha organización, que es de 17%, o incluso con Brasil en donde alcanza 21%. Dicha diferencia no es producto de una menor educación de las mujeres, sino del hecho de que son subestimadas y subvaloradas, es decir, obedece a razones culturales.

La violencia simbólica contra las mujeres es una estrategia construida socialmente, por ello para combatirla de raíz es necesario atacar la discriminación de género en todos sus flancos.

Académica de la UNAM.

peschardjacqueline@gmail.com

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