El narcisismo como alteración psíquica le ha sido diagnosticado a no pocos mandamases e, invariablemente, a los dictadores plenipotenciarios, su expresión extrema. Abunda la literatura lega y profana sobre el narcicismo que, debidamente cuadriculado con otras pulsiones perversas, palpitó en el subsuelo mental de Hitler y Stalin o de Mao y Hussein, de Chávez o de Fidel, de los genéticos Kims de norcorea y de una por desgracia larga lista de tipos que optaron por devenir padres de sus patrias (o madres, como la babeante Evita).

Porque ese narcisismo suele recostarse sobre la convicción, habitualmente asumida por tales criaturas, de que sus patrias respectivas han encarnado en ellos. Ante una usurpación así, cualquier adarme de duda, cualquier remanente de objetividad, produce una angustia que sólo se ve aplacada por la veneración multitudinaria, la loa estrepitosa y la salivación popular. Manifestarse ante los súbditos y menear la manita para agradecer los alaridos de adoración; convertirse en un sujeto mirado/deseado/temido por millares, evapora esa duda y sacia el deleite de amarse a sí mismo por interpósita multitud. Lo malo es que dura poco, lo que la asamblea, la manifestación o el desfile; lo bueno es que siempre hay un mañana.

(Paréntesis mexicano: nuestra llamada “clase política” es el fértil almácigo del narcisismo tricolor: la misma contrahechura psíquica, pero con chile, tomate y cebolla. Como escribió Jorge Hernández Campos en El presidente: el tipo salía al balcón el día del grito, y la tierra trepidaba y la muchedumbre mugía. Y cuando grita “¡Viva México!”, lo que realmente grita es “¡Viva yo!”. Ya perdido en el gozo de su narcisismo: “pongo la mano/ sobre mis testículos/ siento que un torrente beodo de vida/ inunda montañas y selvas y bocas”.)

A todos, nacionales o foráneos, en mayor o menor grado ahogados en ese “torrente beodo”, les da por el mismo narcisismo en la medida de sus variables posibilidades. A todos les da por retratarse y enseñarse; a todos por envolverse en palacios sobresaturados de diamantes y espejos; a todos por medir la velocidad con que cualquier gesto, por diminuto que sea, se convierte en hecho histórico.

Claro, el narcisismo del infeliz funciocaco mexicano —cuyo paladín actual es el sujeto Duarte—, sin dejar de ser nocivo y criminal, posee unas consecuencias relativamente caseras. Pero cuando el narcisismo es proporcional a las dimensiones del poder detentado rebasa lo ominoso para adquirir rango de amenaza. Cuando el espejo que abotaga de autosatisfacción al narcisista tiene el tamaño del mundo y las dimensiones de la historia, el rango de la ansiedad también se multiplica y demanda recompensas equivalentes.

No son escasas las muestras que el sujeto Trump exhibe sobre los elevados requerimientos de su narcisismo, clásicamente clínico: su fascinación pueril con brillos y doraditos; sus pequeñas pataletas temperamentales, la casi conmovedora reverencia que le produce herrar ciudades con su nombre onomatopéyico; la porcelana gélida de la cónyugue decorativa, la necesidad de proyectarse en esos edificios fálicos que compensen la vergüenza que le produce que sus manos sean muy chiquitas.

Sí, junto al combate que el dicho sujeto está a punto de declarar contra lo poco que queda de sensatez en el mundo, estará llevándose a cabo otro combate no menos terrible: el que estará librando en secreto, contra su psique achacosa, este fosforecente pagado de sí que puede graduarse a narcisista maligno en un minuto. Ahí, en el campo de guerra de sus complejos, activará su insaciable avidez de grandeza y fama, su odio a la crítica y al antagonismo, su predilección por adversarios humildes e inermes, su incapacidad para cualquier forma de piedad.

Por más clásico y clínico que sea ya su narcisismo, durante cuatro años va a centuplicarse (y a no saciarse) con consecuencias para el mundo entero. Serán cuatro años de soportar esa facha pedante bajo el toldo de paspartú; esa orondez paquiderma y esas vociferaciones de testosterona anaranjada. Todo para ahuyentar el terror, la paranoia y la agresividad propias de quien vive tratando de tapar su encuerada estupidez con los encajes y armiños del poder. Del poder mundial…

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