Para abreviar, los Estados Unidos Mexicanos se llaman México y mexicanos quienes ostentan su nacionalidad. Hasta ahí todo va más o menos bien. Los problemas comienzan cuando uno de los estados esos que están unidos a los Estados Unidos Mexicanos se llama Estado de México (que no debe confundirse con el Estado mexicano) y sus nativos, además de ser mexicanos, son mexiquenses. Y aumentan cuando ese susodicho Estado de México, unido a los Estados Unidos Mexicanos, colinda con una ciudad que ahora se llama Ciudad de México, cuyos habitantes son mexicanos, pero no mexiquenses, aunque sí mexiqueños.

Por si no bastara con ese embrollo, estos Estados Unidos Mexicanos hacen frontera con otro país que se también llama Estados Unidos, pero de “América”, y que según muchos mexicanos, mexiquenses y mexiqueños se caracteriza por interferir en los asuntos de Estado de los Estados Unidos Mexicanos, incluyendo al Estado de México, o sobre todo en él. Si se agrega que uno de esos Estados Unidos de América se llama Estado de Nuevo México, lleno de neomexiquenses, que nada tiene que ver con el Estado de México de México, el lío ya alcanza la categoría que el español de México llama un “desmadre”.

En casi todos los países del mapamundi populoso, los nombres de las capitales son diferentes a los de su nación. Ante la anomalía mexicana, los franceses aplicaron su consabido pragmatismo y decidieron que el país se llama Mexique y la ciudad se llama Mexico (que se pronuncia Mexicó). Fin del problema. A los mexicanos nos pareció que diferenciar con el nombre al país de la capital era excesivamente lógico y acarreaba demasiados beneficios prácticos, por lo que decidimos que para qué gastar en nombres si uno solo sirve para nombrar dos realidades diferentes. Falso fin del problema.

En su libro Posdata (1970), Octavio Paz reparó en el asunto. Le pareció que emplear el mismo nombre para la ciudad y para el país, más que una anomalía, era una afrenta: “hay una regla universal, aunque no formulada, que exige distinguir cuidadosamente entre la realidad particular de una ciudad y la realidad plural y más vasta de una nación.” Y agregó respecto de Madrid que “ni siquiera los centralistas castellanos se atrevieron a violar la regla”. En cambio los dominantes y autoritarios mexicanos (de la capital) no titubearon al asestarle al país entero un nombre cargado por “la realidad terrible” de la dominación azteca…

Por si el desmadre no fuera suficiente, luego salió una ley que decretó la equivalencia legal entre la entidad Distrito Federal y la entidad Ciudad de México. De nuevo, dos realidades diferentes que se llaman igual, son lo mismo, miden lo mismo, huelen a lo mismo (horrible) y ocupan al mismo tiempo el mismo lugar en el espacio.

En su sabroso libro La lengua española de México, mi sabio maestro don José G. Moreno de Alba se preguntó ante eso si “¿Existe una ciudad llamada México”? Entendía naturalmente que entre Distrito Federal y Ciudad de México hubiese diferencia jurídica y política, pero no apreciaba que hubiera diferencia lingüística, semántica ni lexicográfica. Razonó que en la entidad llamada Distrito Federal hay una ciudad y muchos pueblos, por lo que un habitante de Cuajimalpa vive en el Distrito Federal pero no en la Ciudad de México, sino en el Estado de México, aunque viva en la Ciudad de México. La conclusión de don José fue amargamente divertida: al decretar la equivalencia entre el Distrito Federal y la Ciudad de México “fue decretar de hecho la desaparición de la ciudad de México.” La última paradoja que señaló fue que en las orillas de la Ciudad de México restan (aunque no por mucho tiempo) algunas hectáreas de bosques que, por ser parte de la Ciudad de México, poseen la muy mexicana peculiaridad de ser bosques, pero que no se llaman bosques sino ciudad.

No es difícil conjeturar que exista una pareja de compatriotas que, como la misteriosa trinidad, sea a la vez una y trina: mexicana, mexiquense y mexiqueña al mismo tiempo. Esa pareja vive en la Calle México, en la Colonia México que está en la Ciudad de México en los Estados Unidos Mexicanos. Apuesto a que se llaman Brayan y Shirley.

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