Una mujer lo mira, a Franz Biberkopf, el maleante trágico de la novela Berlín Alexanderplatz, y le dice, espontáneamente, ya que lo siente en su corazón, hígado y hasta en la superficie de su delantal: “Tú vas a ser mi desgracia.” Ella lo sabe y su conocimiento al respecto es anterior a las piedras y a las teorías acerca de la creación del universo. (La sabiduría es en esencia femenina y casi cualquier mujer reconoce la vileza, la mentira y la desgracia en el ser humano aunque ellas tengan que disimular o fingir ingenuidad con tal de vivir en paz y continuar en el camino). A los pesimistas, aun a los pesimistas sospechosos, como lo soy yo, también les acomete un sentimiento de fatalidad y desgracia semejantes cuando traban una amistad verdadera y genuina. Sabemos que esa amistad acabará, como todo, y que lo más conveniente es disfrutarla y aprovecharla antes de que comience la decadencia y se convierta, en molestia, fardo que soportar y en desgracia inclusive. No existen pociones que nos resguarden de este dilema y, por ello, cuando me hago de un nuevo buen amigo o de una amiga, me repito, una y otra vez, como cincel en la conciencia: “Esto también acabará.”

Mas hay algo que, al parecer, no terminará nunca, y a riesgo de hacer obvia y de forzar la analogía, creo que una porción considerable de mexicanos somos muy pesimistas ante los políticos cuya responsabilidad es mantener fuertes los lazos públicos y procurar el bien social. Dicho pesimismo es, por supuesto, fundamentado y, creo yo, necesario. A partir de allí, quizás algún día, se abrirán caminos hacia mundos menos oscuros y asolados por el viento negro que cubre la atmósfera civil. Apenas escucho a ciertos políticos o funcionarios de cualquier gobierno o partido hablar y expresarse me digo: “Tú también serás nuestra desgracia.” “Tú has venido aquí para ratificar nuestro pesimismo.” En su libro de teoría política Igualdad y parcialidad, el filósofo Thomas Nagel nos dice mucho al respecto de temas como el de la legitimidad, la imparcialidad, la igualdad y la moral en las sociedades contemporáneas. Si se lee con paciencia y atención es probable que el lector termine convencido de una buena parte de las ideas, argumentos, y, creo yo, del pesimismo disfrazado de Nagel. Algo más; es probable que el lector tenga la impresión de que las opiniones de Nagel le son muy conocidas, propias y que éstas son justamente las que el mismo lector ha expresado o intentado expresar cuando el desasosiego y la contradicción que existe entre lo social y lo individual lo embarga. Es ésta una característica de los buenos libros: lograr que las palabras sean, en potencia, nuestras propias palabras: reconocernos en ellas.

Nagel escribe en el libro aludido: “Vivimos en un mundo de desigualdad económica y social y muy poco confortable espiritualmente, un mundo cuyo progreso hacia el reconocimiento de normas comunes de tolerancia, libertad individual y desarrollo humano es inestable y de una lentitud desesperante.” Ahora me pregunto, una vez más; ¿a quién le importan las conclusiones, reflexiones o llamadas de atención de los filósofos? A casi nadie. Tanto rollo, buenas intenciones, miles de millones de pesos consumidos en política barata, en la destrucción del enemigo que se opone a nuestro poder, en proyectos demagógicos y fútiles. Es ésta la vida real: la selvática y guerrera, la oprobiosa y egoísta. Voy a poner un ejemplo que, seguramente el académico riguroso reprochará. Sin embargo, por lo general, al académico sólo le importa su reputación y su entorno intelectual, así que creo que me arriesgaré. En Teoría de la justicia, John Rawls, sostiene —principalmente en el capítulo dedicado a lo que él llama La posición original— que la riqueza y las ganancias mayores por parte de una persona pueden ser aceptadas en una sociedad libre, siempre y cuando tal riqueza no torne más pobres a los demás. Así escribe Rawls: “Tomando la igualdad como punto de comparación, aquellos que han ganado más tienen que haberlo hecho en términos que sean justificables respecto a aquellos que han ganado menos.” Por otra parte, y en un libro que fue célebre durante algunos meses, El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty concluye, luego de un esforzado periplo o razonamiento sobre la globalización y la historia económica de los siglos recientes: “La solución correcta —al aumento de la pobreza— es un impuesto progresivo anual sobre el capital; así sería posible evitar la interminable desigualdad y preservar las fuerzas de la competencia y los incentivos para que no deje de haber acumulaciones originarias.” Y, finalmente, cito al mismo Nagel cuando nos habla de las opciones que tenemos para mantener un mínimo social aceptable, que permita la búsqueda del beneficio propio sin afectar ni empobrecer a los demás: “Por supuesto que ese mínimo social tendría que financiarse mediante un sistema fiscal progresivo, que se dedicaría a sostener los servicios sociales y a cubrir un impuesto negativo sobre la renta.” Me he referido a tres pensadores distintos, pero todos ellos coinciden en que no habrá justicia sin mesura de la riqueza en pos del equilibrio social. ¡No desprecien sus conclusiones! El ascetismo, la crítica social, la búsqueda de alternativas políticas e independientes a los grupos de poder son necesarias para sobrevivir de buena manera. ¿Cuántas propiedades y riqueza de los gobernadores, por ejemplo, puede soportar un Estado fundado en la idea de igualdad social y en una supuesta democracia que ellos mismos tendrían que defender? ¿Cuánta riqueza continuará creciendo a costa de empobrecer los demás y al entorno? La más considerable porción de políticos y funcionarios trabaja sólo para ellos mismos o para los jefes de su partido. ¿Por qué se les permite mantenerse allí? Son una desgracia; son nuestra desgracia.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses